El Salvador, domingo 4 de febrero del 2024. Quién iba a pensar que en este reciente y desventurado día, tras más de medio siglo, iba a ocurrir algo semejante a lo que ocurrió el domingo 20 de febrero de 1972. Para mal nuestro, lastimosamente, en ambas fechas se consumaron los dos fraudes electorales más escandalosos y vulgares de la historia salvadoreña. En los comicios realizados hace 52 años, nuestro pueblo se rebeló en las urnas e intentó mandar al carajo la dictadura que –mediante comicios tramposos con candidatos militares o golpes de Estado– se turnaba la Presidencia de la República y copaba además el resto de los poderes gubernamentales, para seguir haciéndole los mandados a la que luego comenzamos a etiquetar como “la oligarquía burgués terrateniente”. Éramos unos cachorros de la política. Yo para entonces apenas iba a cumplir 16 años, pero ya estaba inoculado hasta la médula por el repudio y el asco contra todo lo que representase una injusticia.

Y a estas alturas sigo igual. Puedo decirlo con la frente en alto, no como otros que hoy acompañan al “pichón de gorila” teniendo en sus familias víctimas asesinadas, desaparecidas, encarceladas, torturadas, exiliadas y atropelladas en su dignidad humana de alguna manera similar por los bestiales designios de quienes, desde Maximiliano Hernández Martínez a finales de 1931, tomaron las riendas del poder y las convirtieron en látigos para azotar las espaldas de una población sometida a sus dictados. Más de nueve décadas después del cuartelazo que este brigadier encabezó, al que le siguió su reelección inconstitucional consumada en enero de 1935, lamentablemente la historia se repite; más de cuatro décadas después de las elecciones tramposas en perjuicio de la Unión Nacional Opositora, la historia también se repite.

La caída de Hernández Martínez se conquistó con la lucha popular concretada en una huelga de brazos caídos, tras el levantamiento militar del 2 de abril de 1944 que sofocó el tirano. Días después ‒entre el 10 y el 23 de ese mes‒ este enjuició y condenó a 44 ciudadanos, de los cuales fusiló a trece integrantes del ejército nacional y a un civil; muchas personas, además, fueron enviadas al exilio. A final de cuentas, tan abominable expresión del régimen despótico terminó con la renuncia de su espurio y desalmado jefe que lo inauguró en enero de 1932 con una matanza de alrededor de 32 000 víctimas -en su mayoría indígenas y campesinas- asesinadas y desaparecidas por sus esbirros.

Pero el poder real en el país no permitió un cambio profundo mediante el cual se debieron comenzar a atacar las causas estructurales de la injusticia. Para ello, instalaron a otro alto jefe castrense en la silla presidencial: el coronel Osmín Aguirre y Salinas. El 12 de diciembre de 1944 tuvo lugar lo que después se conoció como la “Jornada de Ahuachapán”. En esta, un grupo de jóvenes estudiantes acompañados por obreros y campesinos comandados por oficiales castrenses, incursionaron por la frontera de dicho departamento con Guatemala e intentaron ‒sin éxito‒ destituir al nuevo representante del totalitarismo criminal. Un tío materno de este servidor venía entre los rebeldes y cayó preso. ¿Se repetirá esa historia?

¿Será por la sangre que corre caliente por mis venas y por mis genes contestatarios, por tanta gente buena que vi caer o que he buscado en la oscurana de su desaparición forzada, por el ejemplar legado de nuestro san Romero de América -conocido más profundamente en pláticas con mi hermano Roberto, su “mano derecha” defendiendo derechos humanos- o por la inspiración vívida del beato Rutilio Grande siendo alumno quinceañero en el colegio jesuita? ¿O será por todo ello, combinado con la decisión de luchar y vencer que nos invadió a tantos y tantas jóvenes durante las décadas de 1970 y 1980? Por lo que sea, el caso es que sigo siendo rebelde ante la injusticia.

Y porque sigo igual, a sabiendas de la factura que comenzamos a pagar hace casi un quinquenio y que pagaremos aún más cara durante los próximos cinco años, hoy me pronuncio contra la vulgar imposición de un nuevo dictador. Asimismo, hago un llamado para que las víctimas directas de sus acciones autoritarias y violatorias de derechos humanos –sobre todo en el marco del régimen de excepción– junto a sus familias abran los ojos, alcen la cara, levanten sus puños, se organicen y luchen por rescatar de tan perverso dominio a este sufrido pueblo engañado. Y lo seguirá engañando, si así se lo permitimos, hasta que los estómagos revienten. Ahora toca resistir, crecer y avanzar.