Cuando inició 2020, en ningún escenario, ni en el más catastrófico, aparecía lo que se está viviendo. Parece una pesadilla de la cual no se puede despertar. Pero siendo sinceros, era cuestión de tiempo para que todo esto sucediera. Somos una sociedad vulnerable, muy vulnerable, y la realidad nos lo está retratando. Quizá para algunos, las burbujas de sus ingresos, de su apellido o del lugar donde vivían les hacía sentir que no lo eran. Sin embargo, una sociedad es tan vulnerables como lo es la persona más vulnerable de todas, cuyos rasgos serían las de una niña del área rural. Y en nuestro país ha habido millones de personas que no han tenido garantizada su comida, su educación, su salud, su ingreso, su casa o incluso su vida.

La tormenta es perfecta: una pandemia, que mientras no aparezca una vacuna, requiere que nos quedemos en casa; una crisis económica de dimensiones inéditas, que, para minimizarla, se debe salir de la casa cuanto antes; y unas lluvias torrenciales que han provocado que muchos se quedaran sin casa. Y no sabemos cuándo esta tormenta va a terminar.

Una tormenta que además se alimenta de una democracia que nunca ha sido plena. Para muchos era suficiente que se pudiera salir a votar cada tres o cinco años, incluso al costo de la corrupción, la impunidad o la injusticia. No importaba que quienes tomaran las decisiones en el país, ni siquiera aparecieran en las papeletas de las elecciones. Esto ha hecho que las bases de la institucionalidad democrática sean sumamente débiles, incapaces de contener el vendaval de una gestión que coquetea con el autoritarismo.

En medio de la tormenta, las decisiones no se toman con base en la evidencia, en la ciencia, sino a partir de guiones politiqueros. La política se ha vaciado de su contenido ético, económico e incluso político. Y donde la estrategia de enfrentar la crisis, no es el llamado a la unidad, sino al conflicto. Un conflicto interesante en términos académicos, pero preocupantes para los más vulnerables de los vulnerables; especialmente, cuando se tiene la idea de que quienes nos salvarán de esta tormenta será un grupo de hombres fuertemente armados preparados para ir a una guerra.

Pero seamos sinceros, la situación es crítica y los costos están siendo muy altos. Y quizá no dimensionemos, pero lo que está en juego no es solo sobrevivir, sino la manera de cómo vamos a vivir los próximos años. Y entiendo perfectamente a quienes bajo estas circunstancias prefieran cerrar los ojos y abrirlos cuando todo esto pase. Pero hoy más que nunca necesitamos tenerlos muy abiertos, porque en medio de esta tormenta estamos obligado a repensarnos.

Es indispensable atender la urgencia a la vez que se realizan los cambios fundamentales. En lo urgente se debe asegurar que todas las personas que están en primera línea de respuesta tengan el equipo adecuado, porque a tenor de las cifras, que llegan a cuentagotas, es ahí donde está el principal foco de contagio –junto con los centros penales –. A la vez que se garantiza que todas las personas tengan acceso a la salud, pero también a la alimentación. Las banderas blancas son cada vez más y la ayuda está llegando de manera lenta. Demasiado lenta. Es increíble que luego de dos meses y medio de cuarentena se tenga que repetir esta obviedad.

En lo fundamental es necesario repensar el modelo económico. Un modelo que deje de tener como moneda de cambio el medio ambiente y el trabajo de cuido de las mujeres. Que sea capaz de reducir las desigualdades y que se nutra de la investigación y la innovación, impulsando el fortalecimiento del mercado interno. Y donde exista una mejor división de hasta dónde llega el mercado y hasta donde es necesario que el Estado lo asuma.

El éxito económico también pasa por la garantía efectiva de los derechos para todas las personas, empezando por los más vulnerables. Empero, también por la construcción de un Estado democrático que permita asegurar que ningún funcionario esté por encima de la ley, que cuente con la capacidad infraestructural para cumplir con sus obligaciones y, donde la rendición de cuentas y la participación ciudadana sean mecanismos de legitimidad de la administración pública. Para lograr esto será necesario alianzas políticas amplias, quizá inéditas, donde los diversos sectores tendrán que ceder, ya sean porque comprenden la obligación de hacerlo o simplemente como mecanismo de sobrevivencia, una vez pase la tormenta.