Sin embargo, esta visión tiene varios problemas, en primer lugar reduce los desafíos del desarrollo a la esfera económica y abandona las implicaciones sociales y ambientales de las actividades productivas, a pesar de que no hay evidencia empírica que demuestre el “derrame” de los beneficios del crecimiento económico. En segundo lugar, los incentivos fiscales enfrentan serios cuestionamientos en cuanto a su efectividad y eficiencia en la promoción del crecimiento económico, además de presentar desafíos en materia de transparencia y gobernanza.
Hay un aspecto de los incentivos fiscales, que a la fecha ha sido poco discutido en la literatura y en el debate público, pero que resulta relevante para las discusiones sobre desarrollo sostenible. Además de constituirse en un privilegio fiscal, que permite que sectores o actividades particulares no paguen impuestos, en la mayoría de casos sin ningún sustento técnico y sin evidencia de sus resultados e impactos, también son un privilegio de carácter ambiental que permite que sectores con impactos negativos en el medio ambiente puedan ser beneficiados con el no pago de impuestos.
Al revisar el marco legal que otorga los privilegios fiscales en El Salvador (Ley de Zonas Francas Industriales y de Comercialización, Ley de Turismo y Ley de incentivos fiscales para el fomento de las energías renovables en la generación de electricidad, entre otras) se puede identificar que si bien este contiene algunas restricciones ambientales, que limitan que sectores que provocan daños al medio ambiente reciban incentivos fiscales, en la mayoría de estos casos las restricciones no superan el nivel enunciativo, ya que no se definen parámetros que permitan identificar esos impactos ambientales negativos, no se establecen sanciones ante la ocurrencia de daños ambientales y mucho menos se definen mecanismos para que el Ministerio del Medio Ambiente y Recursos Naturales (MARN) –en su calidad de ente rector de la política ambiental– pueda ejercer una vigilancia y auditoría activa, más allá de la que le permite su ley orgánica y la Ley del Medio Ambiente, que garantice que empresas o sectores beneficiarios de privilegios fiscales hagan uso inadecuado de los recursos naturales o provoque daños al entorno natural.
Pero ese doble privilegio, fiscal y ambiental, además representa un alto costo de oportunidad, ya que los recursos que el Estado deja de percibir podrían utilizarse para financiar inversiones públicas en salud, educación y medio ambiente. Tan solo en 2017, el gasto tributario representó el 91.5 % del presupuesto ejecutado por el Ministerio de Educación; 141.3 % del presupuesto del Ministerio de Salud; y, 3,461.3 % del presupuesto del MARN.
Ante este escenario, y considerando que el Estado salvadoreño se comprometió con la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, es necesario que se evalúen los privilegios fiscales como estrategia de crecimiento económico y que el diseño de toda política pública se realice de manera integral, considerando las dimensiones económicas, sociales y ambientales del desarrollo. En la oferta electoral, contenida en el Plan Cuscatlán, el actual gobierno ofreció a la sociedad salvadoreña una ley general que regularía los incentivos fiscales para la producción y el empleo, ojalá que el presidente Bukele cumpla con esta promesa, y que, al momento de cumplirla, la discusión de este nuevo andamiaje legal e institucional de los incentivos abandone la lógica de privilegios para unos pocos, permita reivindicar el rol de lo fiscal en la construcción de lo colectivo, pero sobre todo, sea un ejercicio democrático basado en una visión integral del desarrollo, en la que los recursos naturales y el medio ambiente no sean la moneda de cambio para lograr un crecimiento económico.