Si se hace un corte temporal de 2019 hasta esta fecha pareciera que la vida política de este país transita al ritmo del desplazamiento de los pies de un funambulista. Este equilibrista de la cuerda, como ya puede intuirse, es más atrevido que diestro en sus quehaceres. Y es que a cada paso que da, provoca en sus observadores (detractores y adherentes) una sensación de permanente zozobra.

Un funambulista que se precie, ¿tiene miedo? Para nada. Su moneda dura es el riesgo. Trabaja sobre la cuerda tensada y su motivación, su única motivación, es llegar al otro lado de la cuerda. Se le va, como se dice, la vida en ello.



Así van las cosas en este pequeño país periférico donde cada semana hay un manojo de hechos (sorpresas-sustos) que hay que tragarse sin agua.

Nunca antes en la historia contemporánea de El Salvador la figura principal de un gobierno tuvo tanto respaldo o simpatía ciudadana. Baste recordar las figuras un tanto patéticas de Maximiliano Hernández Martínez o de Fidel Sánchez Hernández, que en su momento concentraron una importante cuota de poder político y marcaron con hierro el destino nacional.

Hernández Martínez, salido de una aún no aclarada confusión política a propósito del golpe de Estado del 2 de diciembre de 1931, impuso la férula autoritaria para El Salvador (de la mano de la institución castrense y el cuerpo de oficiales elite —José Tomás Calderón, por ejemplo—, enloquecidos frente al ‘peligro rojo’), y que duró hasta 1992. Es decir, una desgraciada herencia de la que aún no pareciera haber manera de deshacerse.

Sánchez Hernández, a mitad de su período presidencial, en 1969, y en connivencia con oscuros intereses económicos desmesurados, embarcó al país en una absurda confrontación con Honduras, que hizo chingaste el Mercado Común Centroamericano y generó muerte y enemistad entre estos dos pueblos centroamericanos. Y aunque poco se habla de esto (o más bien, se escamotea), la llamada ‘guerra de las 100 horas’ se convirtió en un factor acelerador para el ruptura interna que se produjo dentro de la entonces única instancia organizativa contestataria (esto es, el Partido Comunista de El Salvador), proceso que se dio entre julio de 1969 y marzo de 1970. La documentación existente y algunos testimonios sugieren que la emergencia del movimiento guerrillero abrevó de esta crisis.

Pero ni Hernández Martínez ni Sánchez Hernández fueron funambulistas. Tampoco lo fueron después Cristiani ni Calderón Sol ni Flores ni Saca ni Funes, y mucho menos Sánchez Cerén.

El funambulismo como principio de acción política ha tomado carta de ciudadanía desde 2019 y es imposible prever, por ahora, cuándo arriará su bandera.

Se intentan análisis sesudos y también meras diatribas descalificatorias para señalar que lo actos funambulistas no tienen sentido. O que carecen de eficacia. Sin embargo, habría que decir que, sentido sí tienen, pero desde el cuerpo de viejas o nuevas ideas del funambulista nada más. ¿Y son eficaces? A medias.

Así, el desgaste que han experimentado las relaciones con los Estados Unidos pareciera un asunto loco e ilógico. Y es que hay muchas cosas en riesgo: migración, remesas, cooperación, seguridad, comercio. Pero para la visión funambulista esto no es lo esencial, sino que al chocar con los Estados Unidos se cree o se imagina que esto ayudará a alcanzar el otro lado de la cuerda. ¿Pretensión ilusoria? Es lo más probable.

El manejo al que está sometida la gestión económica y donde el avance (si es que puede llamarse así) se da a partir del pivote en el endeudamiento externo sin control, se piensa que puede contribuir, según la perspectiva funambulista, a llegar al otro lado.

El funambulista hay que recordar que ve las cosas desde la cuerda sobre la que camina. Hay funambulistas de bajo riesgo, es decir, que hacen su acto a pocos metros de altura, porque saben que hay muchos imponderables (el viento, la fuerza de gravedad, ‘la mala suerte’…) y si caen, pues calculan que el golpe no será muy fuerte. Pero hay funambulistas de alto riesgo. Porque hacen su performance a muchos metros de altura. Y no conocen límites y se hacen los de los oídos sordos a las palabras de sus consejeros (si es que los tienen).

Caminan sobre la cuerda y ahí está todo. Saben que la cuerda se puede aflojar, entienden que un mal viento los puede desbalancear. Pero no les importa. Solo quieren moverse a su aire y deslizarse, bailar, casi, sobre la cuerda. Phillippe Petit y Nik Wallenda, que saben de eso, podrían explicarlo mejor.