Cada año, al acercarse diciembre, en muchos hogares de nuestro país reaparece el Nacimiento, Belén o Pesebre: la Sagrada Familia, los pastores, los reyes magos, los animales y ese pequeño universo que rodea al Niño Dios. No se trata solo de una tradición entrañable, infantil o ingenua, sino de una expresión sencilla de lo que significa la Navidad: que Dios entra en la vida cotidiana, en lo humano, en lo frágil y lo simple. Por eso, en el Belén cabe todo: el panadero, el herrero, las mujeres que llevan agua, los niños que juegan. Es una forma de recordar que, en el mundo inaugurado por Jesús, hay lugar para toda criatura y para cada una de nuestras vidas.

Podemos pensar que las imágenes de esta sencilla escena son un accesorio más entre los muchos que adornan la casa y perder de vista la revolución que significaron. No lo digo solo en términos religiosos —que también—, sino en la cultura y en la historia del arte.

Conviene recordar que, en el Deuteronomio, quinto libro de la Biblia, existía una prohibición tajante por parte de Yahvé de hacer imágenes: “No te harás escultura ni imagen alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra o en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto…” (5, 8–9); y también: “No vayáis, pues, a corromperos haciéndoos una imagen con forma de hombre o mujer…” (4, 15–16).

Este es el motivo por el que en la tradición judía antigua predominó un arte no figurativo, aunque en determinados periodos se desarrollaron también formas representativas. Por su parte, el arte islámico destacó por su uso de la geometría, la caligrafía y el arabesco. Fue el cristianismo el que dio origen e impulsó un arte fuertemente figurativo y narrativo; y esto solo fue posible gracias al misterio de la Encarnación.

Dentro del cristianismo hubo una fuerte controversia entre quienes promovían el culto de las imágenes y quienes lo rechazaban tajantemente. Esta disputa pasó a la historia con el nombre de "lucha iconoclasta", que tuvo lugar principalmente en los siglos VIII y IX, sobre todo en el Imperio Bizantino. El Concilio celebrado en Nicea en el año 787 fue el que zanjó la cuestión y confirmó la licitud del uso —y del culto, en su sentido propio— de las imágenes. Fue un acontecimiento decisivo no solo para la fe, sino también para la cultura. El argumento central al que recurrieron los obispos fue el misterio de la Navidad: si el Hijo de Dios ha entrado en el mundo visible, tendiendo un puente entre lo humano y lo divino, entonces una representación puede funcionar, en la lógica del signo, como una evocación sensible del misterio. El icono no se venera por sí mismo, sino que remite al sujeto representado (Juan Pablo II, Carta a los artistas, 2000, n. 7).

Si Dios se hizo visible en Jesús, si adquirió un rostro, entonces puede ser representado. La imagen no sustituye al misterio, pero lo evoca y lo hace cercano. Gracias a esta certeza, la historia de la salvación se convirtió en una fuente inagotable para pintores, escultores, músicos, arquitectos y escritores.

Una mirada al Nacimiento basta para comprender el sentido de la llegada de Jesús: la luz que entra en la oscuridad, la paz que se ofrece al mundo, la ternura de un Dios que se acerca sin imponerse. El arte permite intuir aquello que supera nuestras palabras y que nuestra mente no alcanza del todo. Como dice la Escritura, “lo que ni el ojo vio ni el oído oyó”, puede, sin embargo, percibirse de algún modo a través de la belleza.

Por eso la Navidad sigue inspirando canciones, cuadros y escenas que, incluso sin proponérselo, preparan el alma para el misterio. Así que al colocar el Nacimiento y llenarlo de aserrín de colores estamos disponiendo nuestro corazón para recibir a Dios. Al sostener al niño en brazos y apretarlo contra nuestro pecho esa ternura llega hasta Él. Al besar la imagen de Jesús niño ese beso trasciende y lo siente Dios.

*Fernando Armas Faris es Sacerdote y Doctor en Filosofía