Hablar en este paisito de memoria histórica, nos remite a las atrocidades acontecidas antes y durante la guerra interna del siglo pasado perpetradas por la dictadura militar que inició y se estrenó con la matanza de enero de 1932; dictadura superada seis décadas después, al firmarse el llamado “Acuerdo de Chapultepec” y terminar el enfrentamiento armado. En ese ejercicio observamos que ya transcurrió más de medio siglo de la represión brutal contra estudiantes universitarios en las calles capitalinas y pasaron casi 47 años desde aquel mayo heroico y sangriento de 1979, 45 de los terribles hechos ocurridos a lo largo de 1980, 44 de la masacre en El Mozote, 36 de la ejecución sumarísima y cobarde de dos mujeres y seis jesuitas en la universidad de dicha congregación…

Todo eso y más lo hemos señalado amplia e insistentemente. La respuesta casi recurrente de quienes aún viven y no deberían dormir tranquilos por ser sus responsables indispensables, quizás acuerpados por su descendencia y una intransigente “barra brava”, es que nosotros nunca hicimos lo mismo ‒en lo que le toca‒ con el accionar insurrecto en perjuicio de la población civil no combatiente considerada “enemiga”.

Falso. Callarlo sería incongruente con el deber de honrar, a plenitud, nuestra memoria histórica. Así, desde Víctimas Demandantes (VIDAS) hemos presentado denuncias en la Fiscalía General de la República señalando liderazgos de organizaciones que integraron el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional ‒el FMLN‒ antes y después de que este naciera. Una es la de los asesinatos de Roque Dalton y Armando Arteaga a manos del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), acusando puntualmente a Joaquín Villalobos; también lo hicimos con la salvajada continuada y masiva consumada por estructuras de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL) encabezadas por un tal “Mayo Sibrián” en la zona paracentral del país, cuya responsabilidad mediata recae en su comandancia general encabezada por Salvador Sánchez Cerén.

Necesariamente debe tomarse en cuenta esa punzante y dolorosa parte de nuestra realidad, considerando que las culpas no se miden únicamente en términos cuantitativos; “la responsabilidad en el 85 % de casos ‒suelen decir‒ recae en agentes estatales y solo el cinco en el FMLN según la Comisión de la Verdad”. Ciertamente la diferencia numérica es grande, pero el sufrimiento de la madre de una víctima directa de desaparición forzada atribuida a uno u otro bando es igualmente inmenso.

Entonces, la esencia del análisis debe centrarse en lo cualitativo ya que el Estado debía garantizar el respeto de los derechos humanos y no dedicarse a violarlos de una forma tan flagrantemente terrible; en cambio las agrupaciones rebeldes estaban constituidas por alzados en armas y no por funcionarios o empleados públicos, lo cual no las exime de rendir cuentas en el ámbito del derecho internacional humanitario. Por eso nuestro santo profeta les demandó –en enero de 1980– cesar los “actos de violencia y terrorismo, muchas veces sin sentido, y que son provocadores de situaciones más violentas”.

Todo lo anterior es parte de nuestra memoria histórica, pero en el marco de la preguerra y la guerra hay que considerar también esta cuestión: ¿valió la pena tanto y tan grande sacrificio popular? Porque en su inmensa mayoría, las víctimas habitaban en El Salvador pobre y profundo. De ahí el inicio del llamado directo y valiente que hizo monseñor Romero –el 23 de marzo de 1980– “a los hombres del ejército y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles: hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos…”

Política y personalmente, estoy convencido de que sí valió la pena por muy cruel y amargo que haya sido ese pasado reciente. En los acuerdos firmados por las partes beligerantes se diagnosticaron las graves enfermedades que padecía nuestra sociedad y se incluyeron los tratamientos para curarlas progresiva y quizás hasta definitivamente. Pero no, pese a que lo acordado era algo bueno. Hubo avances tímidos en el trayecto; sin embargo, la impunidad no se superó y la militarización de la seguridad pública rápidamente resurgió poco a poco. Además, no se encaró la muerte lenta producto de la injusticia social. Eso también es memoria histórica. De ahí que estemos como estamos.

Los responsables de dicho descalabro deberían hacer un mea culpa. Principalmente,  quienes enarbolaron la bandera izquierdista y desperdiciaron la oportunidad estando en el poder; también debería extenderse a Bolivia, Honduras, Chile y otros países de la región. Asimismo, debe decirse, lo debería hacer la “preocupadora” de derechos humanos ‒Raquel Caballero de Guevara‒ quien desatiende y se burla de víctimas del “bukelato” creyendo que al visitar El Mozote rodeada de guardaespaldas levantará su tan deplorable imagen.