En época de elecciones el país suele entrar en una especie de sopor tóxico, una suerte de guerras tribales con banderas que defender, abundancia de insultos y escasez casi absoluta de irracionalidad. Aún gente que usualmente uno respeta por su sensatez, parece perdida en estos días, fanatizada, sin capacidad alguna de raciocinio o debate. Las personas se vuelven tuertas, ciegas, sordomudas, para negarse a ver los defectos de su candidato favorito; pero vociferan y atropellan asquerosamente a quienes no piensan como ellos. Se convierten en fanáticos irracionales en partido de fútbol, de los que son capaces de atropellar a los rivales aunque haya niños en medio.
Saliendo de esta borrachera electoral, la resaca es peor. La crisis económica, los problemas de inseguridad, la falta de recursos gubernamentales para poder financiar todas las promesas fantasiosas que se hacen, son una pesadilla para cualquier político que gane las elecciones. Pero lo peor es cuando ni siquiera se está preparado para algo más que la propaganda electoral.
Hay que insistir en llamar a la racionalidad; independientemente por quién vote, el país es de todos y no podemos vivir en este enfrentamiento permanente, y en ese sentido de exclusión de aquellos que disienten de nosotros y mucho menos estar hablando de venganzas o persecuciones.
Se están gastando millones de dólares en publicidad de todo tipo, se afinan rostros y discursos con el maquillaje de expertos internacionales que ganan miles de dólares para que nosotros nos enfrentemos. Se promete hasta lo que no se debe, se repiten lemas vacíos para generar emociones. ¿Qué solucionará eso? Absolutamente nada. Piénselo a la hora de fanatizarse, piénselo a la hora de querer insultar al que no piensa como usted. No renuncie a la racionalidad.