Hay sentencias bíblicas que no requieren comentarios teológicos profundos para revelar su peso moral; bastan por sí mismas para poner en evidencia el verdadero pulso espiritual de una sociedad. Una de ellas es: “El ojo misericordioso será bendito, porque dio de su pan al indigente” (Proverbios 22:9). No habla de ideologías, ni de colores políticos, ni de ordenanzas municipales. Habla de humanidad, de compasión y de ese deber eterno de ver en el rostro del desamparado la imagen de un ser que merece dignidad. Y es precisamente en tiempos como los actuales, donde decisiones administrativas generan tensión.

Entre el orden urbano y el deber moral de asistir al necesitado, cuando este pasaje bíblico se vuelve más que una frase inspiradora: se convierte en un espejo que nos obliga a evaluar si nuestras políticas públicas avanzan hacia una sociedad más humana o hacia una sociedad más indiferente. No se trata de negar el valor del orden, sino de recordar que dicho orden no puede ser alcanzado a costa de la compasión, porque entonces dejaría de ser orden para convertirse en un silencio incómodo ante el sufrimiento ajeno. En los últimos días se ha generado un debate en torno a la decisión municipal.

De no permitir que las iglesias y personas particulares entreguen alimentos en el Parque Libertad, en San Salvador Centro. Las razones de reordenamiento urbano son válidas y comprensibles: toda ciudad moderna aspira a la limpieza, la armonía y la seguridad. Nadie podría oponerse sensatamente a que la capital avance hacia mejores condiciones. Sin embargo, la preocupación emerge cuando el orden comienza a interpretarse como la ausencia del vulnerable; cuando la solución parece consistir en desplazar al necesitado sin ofrecerle una salida real; cuando el mensaje implícito es que alimentar al hambriento constituye una forma de “desorden”.

La discusión no debe quedarse en la superficie. Más allá de la regulación del espacio público, está el desafío de equilibrar el progreso urbanístico con la responsabilidad ética de no invisibilizar a quienes viven al margen de la sociedad. Una ciudad puede modernizarse sin sacrificar la empatía; puede embellecer sus plazas sin endurecer su corazón. En esto, conviene recordar que ni las iglesias evangélicas ni la Iglesia católica pusieron en el Parque Libertad a aquellos hombres y mujeres en situación de calle, muchos de ellos atrapados entre el alcohol, las drogas, la soledad y el abandono.

No los colocó ahí la compasión cristiana. Llegaron ahí por un entramado complejo de pobreza histórica, ruptura familiar, salud mental desatendida y oportunidades negadas. Culpar a quienes dan un pan caliente, una taza de café o una frazada, como si sostuvieran una dinámica de caos, sería tan impreciso como injusto. Nadie elige vivir en la intemperie, y nadie que se preocupa por un ser humano debería ser tratado como generador de “desorden”. Es necesario comprender que la presencia de personas sin hogar en el centro histórico no es consecuencia de un acto voluntario ni de un hábito tolerado por las iglesias.

Sino el resultado acumulado de décadas en las que el país careció de políticas preventivas, programas de salud mental accesibles y oportunidades laborales reales para los sectores más vulnerables. La labor de asistencia no provoca el fenómeno; apenas lo mitiga. Es importante subrayar, con absoluta diplomacia y respeto institucional, que la labor que hacen las iglesias —evangélicas y católicas por igual— no es un simple acto asistencial: es una extensión natural del mandato bíblico. No es activismo callejero, es obediencia espiritual. “Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me recogisteis” (Mateo 25:35).

Esta enseñanza no prescribe la misericordia según reglas urbanísticas; la manda ejercer donde haya un ser humano necesitado. Y por ello, reducir estas acciones a un “estorbo” para el orden urbano pasa por alto que durante décadas han sido precisamente estas comunidades de fe las que han suplido vacíos donde el Estado, por limitaciones estructurales, no ha podido llegar. Su presencia no es casual ni improvisada; es constante, es organizada y es profundamente humana. Tampoco se trata de confrontar con las autoridades, sino de unirnos frente a un fenómeno que no se resuelve, impidiendo la ayuda.

Toda autoridad merece respeto, y toda autoridad debe velar por el bienestar general. El llamado, más bien, es a la reflexión serena: el orden y la misericordia no son conceptos opuestos; pueden, y deben, convivir. Reordenar la ciudad es importante, pero ordenar no significa invisibilizar; embellecer no significa desalojar humanidades; limpiar espacios públicos no debe confundirse con barrer los dolores ajenos hacia rincones cada vez más inaccesibles. El verdadero liderazgo urbano no consiste únicamente en administrar plazas, sino en articular soluciones que no sacrifiquen la dignidad de los más frágiles.

Los mejores modelos de ciudades modernas en el mundo han demostrado que la convivencia entre desarrollo urbano y programas de asistencia integral es no solo posible, sino necesaria para construir comunidades más inclusivas y resilientes. Lo que hoy sucede en el Parque Libertad debería ser visto como una oportunidad, no como un obstáculo. Si el problema es el desorden, la solución no es prohibir la solidaridad, sino encauzarla. En países donde se han logrado avances significativos con población en situación de calle, el modelo no se ha basado en sancionar la ayuda.

Sino en integrarla a un programa más amplio: centros de atención integral, programas de rehabilitación, albergues temporales, oportunidades formativas y laborales, articulación con la empresa privada y, sobre todo, colaboración cercana con las iglesias, que durante décadas han sido un motor silencioso de misericordia. Este enfoque no solo ordena el espacio físico, sino que ordena las oportunidades y reconstruye las vidas. Se logra un equilibrio entre el urbanismo y la compasión, entre la estética y la justicia social. Creer que la entrega de alimentos es el problema equivale a confundir el síntoma con la enfermedad.

La verdadera necesidad no está en la pan y el café que se entrega todas las semanas en las calles, sino en la vida rota que se intenta sostener con un pedazo de pan. Impedir ese acto no elimina la pobreza, solo la vuelve más silenciosa y más cruel. Cuando se deja de alimentar a alguien, no se corrige una conducta; se profundiza un abandono. Y cuando una sociedad permite que la indiferencia sustituya a la misericordia, pierde más que el necesitado: pierde su alma colectiva. La compasión no desordena; lo que desordena es no tener una estrategia estructural para atender la marginalidad.

Como país, debemos superar la idea de que la persona en situación de calle está ahí porque quiere. Los testimonios son múltiples: jóvenes expulsados de su hogar, ancianos sin familia, personas con trastornos psiquiátricos sin tratamiento, víctimas de violencia, trabajadores que perdieron todo a causa del alcoholismo. La respuesta no puede ser cerrar los ojos, ni prohibir un plato de comida, sino abrir rutas para que esas vidas encuentren alternativas reales. Y esas rutas solo serán posibles si se construyen desde una alianza estratégica entre instituciones gubernamentales, municipalidades, sector privado e iglesias.

El Parque Libertad, símbolo histórico de encuentro, no debería convertirse en un símbolo de exclusión. Si algo enseña la Escritura es que la dignidad humana no se negocia. El pan que se comparte no desordena; ordena conciencias. El evangelismo predicado no ensucia plazas; limpia el alma de quien la recibe y de quien la ofrece. Reordenar la ciudad es legítimo, pero reordenar la misericordia es imposible. Porque la misericordia no se decreta: se vive. Y una ciudad que renuncia a la misericordia se vuelve estéticamente hermosa, pero espiritualmente vacía.

Que esta discusión no nos haga olvidar que el verdadero desarrollo urbano no solo se mide en adoquines nuevos, sino en corazones capaces de detenerse ante el dolor ajeno. Y que siempre será bendito —ayer, hoy y mañana— aquel que da de su pan al indigente. “El ojo misericordioso será bendito”. Esa sigue siendo, en cualquier geografía y bajo cualquier administración, la regla de oro de toda ciudad verdaderamente cristiana.