Cada 25 de noviembre el mundo detiene su marcha para recordar una tragedia que marcó la historia de América Latina: el brutal asesinato de las hermanas Mirabal, perpetrado en 1960 por la dictadura de Leónidas Trujillo en República Dominicana. Este crimen, tan atroz como simbólico, dio origen al Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, una fecha que no solo honra la memoria de estas mujeres valientes, sino que también nos obliga a mirar de frente una realidad que persiste con desgarradora crudeza.
Aunque en estas décadas se ha avanzado en visibilizar las múltiples formas de violencia que enfrentan las mujeres, en países como el nuestro los indicadores siguen evidenciando una problemática alarmante. La violencia no se limita a agresiones físicas, feminicidios o desapariciones; adopta formas más sutiles pero igual de destructivas, como el acoso, las amenazas, el control psicológico o las agresiones verbales desde espacios públicos y, cada vez más, desde las redes sociales. Cuando figuras políticas o actores públicos recurren a estas prácticas, el daño se amplifica y normaliza.
El Salvador cargó durante años con el doloroso título de tener una de las tasas de feminicidio más altas de América Latina y el Caribe, algo que afortunadamente ha venido bajando pero este año todavía hay que lamentar 24 feminicidios. De manera que hay que insistir que la violencia contra las mujeres no es un fenómeno aislado; es estructural, arraigado y sostenido por patrones culturales que debemos desmantelar con urgencia.
Por ello, la respuesta no puede ser únicamente penal o reactiva. La prevención comienza mucho antes de que la violencia se manifieste. Implica educar a los niños en una cultura de respeto, igualdad y empatía, y empoderar a las niñas y mujeres para reconocer y rechazar todas las formas de violencia, incluso aquellas tan naturalizadas que a veces pasan desapercibidas. Una sociedad que tolera la violencia simbólica, el insulto o la descalificación basada en el género es una sociedad que, consciente o inconscientemente, permite que esa violencia escale.
El 25 de noviembre no debe ser una efeméride más en el calendario. Es un llamado urgente a la reflexión profunda, a la responsabilidad colectiva y a la acción sostenida. Nos exige preguntarnos qué estamos haciendo —y qué más debemos hacer— para erradicar un flagelo que ha cobrado vidas, limitado potenciales y fracturado comunidades enteras.
Educar, sensibilizar y transformar son tareas que deben comenzar en la niñez y continuar a lo largo de la vida. Repudiar toda forma de violencia no es solo un acto de justicia hacia las mujeres, sino un compromiso indispensable para construir una sociedad verdaderamente humana y digna.