En estos días se ha recordado la disolución hace tres décadas de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), el imperio comunista que parecía todopoderoso hasta descubrirse que gran parte del sistema estaba basado en la mentira y la propaganda.

La Unión Soviética parecía una superpotencia invencible, había invadido Afganistán una década antes y su influencia política y militar crecía en los cinco continentes, incluso financiando el armamento que usó la guerrilla del FMLN en El Salvador.

Pero era un regimen autocrático y despiadado, una cúpula endiosada, cerrada, que comunicaba decisiones a su población que padecía de recurrentes crisis económicas, represión política, una burocracia extrema y la persecución de toda voz disidente. A pesar de predicar la igualdad, la grada social entre los cuadros del politburó del Partido Comunista Soviético y la gente común, era extrema.

La economía soviética vivía de una fantasía llamada planes quinquenales, que establecía metas para todas y cada una de las actividades productivas. Y ahí estaba el centro de la mentira, esos planes quinquenales se cumplían en papel mientras la realidad planteaba escasez y hasta hambrunas que se ocultaban gracias al férreo control de los medios de comunicación.

Con la apertura de Gorbachov, la población se volvió más demandante y cuando el Partido Comunista quiso revertir la apertura, el castillo de naipes soviético se desplomó, las 15 repúblicas que conformaban la URSS se desintegraron y perdieron el control sobre el bloque de Europa del Este, cambiando el mundo de la postguerra. Rusia sigue hoy empantanada por el autoritarismo de Putin y carteles mafiosos derivados de los soviets, pero el imperio comunista cayó porque era un sistema fallido, falaz, incapaz de satisfacer a su población con las mínimas necesidades básicas.