La Unión Soviética parecía una superpotencia invencible, había invadido Afganistán una década antes y su influencia política y militar crecía en los cinco continentes, incluso financiando el armamento que usó la guerrilla del FMLN en El Salvador.
Pero era un regimen autocrático y despiadado, una cúpula endiosada, cerrada, que comunicaba decisiones a su población que padecía de recurrentes crisis económicas, represión política, una burocracia extrema y la persecución de toda voz disidente. A pesar de predicar la igualdad, la grada social entre los cuadros del politburó del Partido Comunista Soviético y la gente común, era extrema.
La economía soviética vivía de una fantasía llamada planes quinquenales, que establecía metas para todas y cada una de las actividades productivas. Y ahí estaba el centro de la mentira, esos planes quinquenales se cumplían en papel mientras la realidad planteaba escasez y hasta hambrunas que se ocultaban gracias al férreo control de los medios de comunicación.
Con la apertura de Gorbachov, la población se volvió más demandante y cuando el Partido Comunista quiso revertir la apertura, el castillo de naipes soviético se desplomó, las 15 repúblicas que conformaban la URSS se desintegraron y perdieron el control sobre el bloque de Europa del Este, cambiando el mundo de la postguerra. Rusia sigue hoy empantanada por el autoritarismo de Putin y carteles mafiosos derivados de los soviets, pero el imperio comunista cayó porque era un sistema fallido, falaz, incapaz de satisfacer a su población con las mínimas necesidades básicas.