Sin satélites, ni mapas y tampoco fenómenos plenamente identificados, El Salvador a finales del siglo XVIII regía sus actividades agrícolas, navegación y de movilizaciones, mirando al cielo y recordando los ciclos repetitivos del clima, a través del calendario religioso que estaba estrechamente vinculado a periodos y estaciones establecidas en Europa y cuya tradición llegó con los colonizadores.

Por eso grandes cataclismos, maremotos y hasta huracanes pusieron a la comunidad europea, africana y nativa frente a desafíos naturales con significativas repercusiones para las que poco o nada estaban preparados.

No se sabía de la temporada de huracanes y tampoco de las consecuencias de la actividad humana en el clima. Las respuestas a los fenómenos se basaban en suposiciones o se trataban de justificar los acontecimientos climáticos con la magia y la fe.

“El clima era un tema importante y crucial, lo que pasaba es que no existía tanto la predicción”, asegura el investigador e historiador Carlos Cañas-Dinarte, al recordar que para la época el establecimiento del panorama climático estaba vinculado a la “influencia de la tradición y no de la ciencia”.

“A finales del siglo XVIII la economía fue muy afectada por el clima y plagas, la gente no asociaba eso con cambio ambiental, los más vivos llegaban a decir: eso es castigo de Dios por lo mal que nos estamos portando, el chapulín que arrasó con todos los cultivos… De repente el temporal que arrasó la ciudad, el terremoto…”, profundiza Carlos López Bernal, doctor en Historia de la Universidad de El Salvador.

“Los historiadores que se dedican a estos temas han llegado a establecer de que estos fenómenos que afectaron tanto a finales del siglo XVIII están asociados con la aparición del fenómeno del Niño, que es de larga data, pero que antes golpeaba y no sabíamos qué era”, reflexiona el Dr. López Bernal.

Y con el agudo desconocimiento del tiempo y el analfabetismo “la gente era más expuesta a esos fenómenos. Un cambio en el régimen de lluvia favorecía, que de repente, explotara una plaga de chapulín, era una cosa espantosa. Y arrasaban con los cultivos... añil, maíz, frijol, lo que fuera”, indica el historiador.

Pero algo se tenía que hacer, y Carlos Cañas-Dinarte asegura que los españolizados se vieron en la necesidad de vincular celebraciones religiosas con los ciclos climáticos para saber cuándo comenzaban las lluvias y cuándo sembrar.

“Los españoles tenían por tradición estas fiestas religiosas dedicadas a determinados Santos que coincidían con las fechas de cuándo comenzar a sembrar y cuándo dejarlo de hacer… la Cruz de Mayo tiene que ver con el inicio para la siembra, los’azacuanes’ con la llegada de las lluvias y la marcha de las lluvias”, explica.


“La biblia campesina”


Y mientras el clima seguía siendo muy sorpresivo en la región, los campesinos y alfabetizados recibieron con gran interés una herramienta que sería de valiosa utilidad para tomar decisiones agrícolas, así fue que 11 años después de la independencia comenzó a llegar a El Salvador el “Almanaque Pintoresco de Bristol”, en el que podían conocer las fases de la luna, la mareas, las fechas de las siembras y hasta “el calendario lunar para cortar el cabello”.

El “Almanaque Pintoresco de Bristol” creado en 1832 por el químico farmacéutico británico Cyrenius Chapin Bristol ganó tanta credibilidad que consiguió ser traducido a versiones en español que eran comercializadas en Centro y Sudamérica.

En 1856 esta herramienta se convirtió en un fascículo popular que se vendía en boticas. En la actualidad cinco millones de este almanaque se distribuyen en Latinoamérica, ahora supervisado por el Observatorio Naval de EE.UU. quien edita las predicciones del tiempo, mareas y cálculos.