El periodismo es, sin lugar a dudas, un oficio que estorba a los gobernantes. Entre más grueso el velo sobre la opacidad de un asunto público, más es la probabilidad de encontrar grandes resistencias para exponerlo al público que, estando debidamente informado, podrá formarse una mejor opinión sobre un tema.

De ahí que el enojo de un gobernante al ser cuestionado sobre algo incómodo, sea frecuente encontrarlo en democracias incipientes, como la nuestra, no acostumbradas a poner sobre el tapete de la discusión los grandes temas de Nación.

Lo que sí no es común, -  aunque comprensible – es que quien muestre tal enojo sea alguien  que agarró el fusil para defender las libertades fundamentales, conculcadas por décadas de autoritarismo, represión militar-policial, imposición política, exclusión y fraude electoral.

Por ello, captó mi atención que una periodista de Telecorporación Salvadoreña (TCS) haya sido increpada (desde  mi punto de vista de manera injusta, inapropiada e inmerecida) por el Presidente de estos 20 mil kilómetros de tierra hipotecada llamada El Salvador, en ocasión que la comunicadora le dirigió una pregunta sensata, de actualidad, necesaria y de manera respetuosa, al General David Munguía Payés: “¿Tiene la capacidad un Director de Centros Penales, autorizar por sí solo el ingreso de prostitutas a un centro penal? ¿Actuó solo o ya era conocido?”.

Esas fueron las breves interrogantes que el General Munguía debió responder, por una sencilla razón: en la época  en que se produjo la  polémica “porno fiesta” en el Centro Penal de Izalco, el militar fungió como Ministro de Seguridad, además de ser un hombre que conoce a fondo la que él mismo calificó en su momento como “estrategia no ortodoxa” de la administración Funes, incluyendo por supuesto, los beneficios concomitantes.

El exabrupto presidencial es comprensible: inexperiencia, carga de trabajo, emociones, frustraciones  y desencantos que debe experimentar el Presidente de un país como el nuestro. Pero es absolutamente inaceptable no tener ni el criterio propio y sustentado ni la asesoría comunicacional idónea como para inferir que el cuestionamiento periodístico implicaba acusación e irrespeto al consentido Ministro, quien ni corto ni perezoso dijo después que sentía “que se está haciendo un manejo morboso de estos temas”.

El enojo es un sentimiento altamente traicionero; es un enfado que resulta en una molestia por algo que a uno le quita la paz del espíritu. Como tal, es muy humano y comprensible en el común de la gente. Pero ocurre que el Presidente de la República – por cierto muy poco carismático  –  no debe ser visto como un ciudadano más o como una persona corriente. Todo lo contrario. Desde el momento que le fue otorgada por el soberano y mediante el voto democrático tan alta investidura, ipso facto se convirtió en el primero entre sus iguales.

Es, ni más ni menos, el representante del Estado salvadoreño ante el concierto de países con quienes estamos integrados. Por tanto, la mesura, tacto, juicio claro, aplomo, buen carácter y respeto hacia los medios, máxime cuando se trata de una mujer la que representa a uno de ellos, deben ser elementos consustanciales en un gobernante.

La ciudadanía común ya sabe de la animadversión del Presidente hacia los medios de comunicación. Tampoco desconoce lo que piensa el mandatario sobre las grandes corporaciones mediáticas.

Lástima, porque en la conferencia de prensa donde se produjo el exabrupto, el Presidente perdió la oportunidad de mostrar una mayor tolerancia – y de paso  - cultura, sabiendo que este tipo de conferencias (por tener amplia cobertura nacional e internacional)  se convierten en una ventana para fortalecer la imagen que otros Ministros se esfuerzan en proyectar: un mejor país, menos polarizado y más amigable.

¿Qué se logró con el enojo? Potenciar el periodismo, mostrar un presidente autoritario, alimentar el morbo de la gente y perder unos cuantos miles de votos. Por eso no debe olvidarse nunca, pero nunca, que el que se enoja pierde.