Hay un un refrán popular que reza así: “Santo que no es visto, no es adorado”, haciendo alusión a que nadie puede seguir aquello que no conoce, o por lo menos no ha visto. La propaganda, al igual que la publicidad, tal vez fija sus principios en pensamientos tan cotidianos como éste. Y es que la finalidad de la misma es informar, persuadir, convencer y modificar actitudes para conducir el voto de los electores hacia determinado partido. Sin estas funciones no sería posible que ningún público supiera qué es lo que ofrecen los partidos políticos. Sin embargo, la propaganda política de la actual campaña está sufriendo los avatares de los excesos en el indebido uso del nombre de Dios y de San Romero, con una explotación de imágenes que las encontramos en forma de vallas espectaculares y digitales en todas las calles y avenidas importantes de la ciudad, invocando motivos de religión o valiéndose, como medio, de creencias religiosas.

Me llama poderosamente la atención, cómo en tiempos de campaña algunos candidatos toman el nombre de Dios en vano como si nada. Candidatos a los que solo les falta andar repartiendo imágenes de San Romero y la Biblia bajo el brazo visitando el territorio. Los políticos de muchas partes del mundo, procuran posar junto a la figura del Papa para dar una buena imagen delante de sus ciudadanos. En El Salvador, y justo en medio de la campaña política para elegir presidente, los equipos de campaña no dudan en pautar propaganda en la vía pública, asociando su bandera política a San Óscar Romero, tal y como lo está haciendo el FMLN. Luego hacen circular en medios digitales las fotos de San Romero con la bandera de su partido, para lograr más alcance y provocar una buena impresión en sus posibles votantes.

En política, una imagen puede valer más que mil palabras, pero hacerlo de esa manera, gente inclusive atea, no está nada bien. Es explotar el sentimiento de todo un pueblo al primer Santo de El Salvador, con fines meramente políticos. La iglesia sigue muy de cerca el proceso político que vivimos hoy, en una prudente distancia para no apoyar, ni descalificar a partido político alguno, pero está en la obligación de pronunciarse al respecto. Como institución le corresponde solamente promover la participación ciudadana, ya que se está jugando el bien del hombre y de la sociedad. Ha habido épocas en las que la relación con el Estado ha sido de mucha hostilidad. Pero también en otras épocas la iglesia ha vivido muy unida al Estado. Ambos extremos han sido experiencias negativas.

La Iglesia Católica y el Estado son independientes y autónomos. Cada uno tiene su ámbito de competencia, aunque de igual forma están al servicio del bien personal y social del hombre. Por eso, es necesaria una cooperación entre las dos instituciones, lo que no significa que se confundan. Ni el Estado, ni los partidos políticos deben identificarse con una religión concreta, menos explotar de ese modo la imagen de San Romero.

Cada cristiano es libre de adherirse al partido que, en su conciencia, crea que es mejor. Me pregunto: ¿Adónde se va después toda esa “fe y devoción” electorera de ciertos políticos y funcionarios? Dan gracias a Dios por todo, le piden su bendición cada vez que hablan, ruegan su protección divina y hasta predican que recibieron el llamado de Dios para correr como candidato a la presidencia.

Dios nos ordena que debemos usar su nombre de forma apropiada. ¿Se trata solo de una cuestión de dominar la lengua y de no mezclar el nombre de Dios en todas las cosas? Por ejemplo: cuando alguien estornuda, se dice: “Dios te dé salud”, Dios va y viene con nosotros: “¡Vaya con Dios!”, “¡Dios le pague!”, “¡Si Dios quiere!”, etc. ¿Será a esto que se refiere el segundo mandamiento, “no decir en vano el nombre de Dios”? ¡No! Cuando prometemos o intentamos convencer a alguien de nuestra veracidad, o cuando mentimos utilizando el nombre de Dios en vano, no hay duda ni justificación: estamos utilizando el nombre de Dios en vano. Invocar el nombre de Dios o de un Santo para justificar el voto que piden, es lo más vil e irreverente que podemos imaginar.

Por la armonía de estos tiempos electorales exhortamos, pues, a los candidatos a no confundir a la ciudadanía, respetando la saludable autonomía entre ellos y la Iglesia Católica, así como a los católicos a participar en la contienda electoral con responsabilidad y espíritu de cooperación para el buen funcionamiento de nuestra comunidad política.