El río Grande de San Miguel es el segundo sistema fluvial más caudaloso del país, extendiéndose por 124 kilómetros (km) desde la confluencia de los ríos Guayabal y Villerías, hasta su desembocadura en el océano Pacífico.

Su caudal, otrora en invierno gracias a las bordas (diques) en sus riberas, que hoy son inservibles, no muestra piedad al desbordarse y arrasar con más de 7,000 manzanas de terreno de agricultores y ganaderos locales, desde Anchila, en Concepción Batres, Usulután, hasta el Ingenio Chaparrastique, en San Miguel.

Así lo narra Daniel Moreira, productor de maicillo del cantón El Brazo y asociado de una cooperativa del caserío Casa Mota. “Todo el sur de San Miguel se inunda desde hace 34 años, perdiéndose 7,000 manzanas anuales”, lamenta el exganadero.





La producción en sus seis parcelas es nula en invierno y parte del verano -época en la que espera que el agua acumulada desahogue la tierra para la siembra-, sería más factible si hubiera bordas a la orilla del afluente.

Tras la inundación, el suelo convertido en lodo es incapaz de aguantar cultivos o pastoreo de ganado, que sufre el embate más letal. “La ganadería es la más afectada, el agua desaparece hasta enero, hasta ahí podés meter ganado, antes no”, cuenta.

Además, impide la siembra de maíz para alimentar a los bovinos y garantizar su rentabilidad. Unos mueren de hambre y otros perecen ahogados. “Hay años que se pierde, pueden ser 10, 15, 20 o 25 cabezas de ganado. Otros pierden 10, 5, 2 o 1... depende de cuántos tenga y el descuido de haberlos dejado solos”, señala Moreira.

Aunque no ha hecho cálculos, no duda que la cifra anual de pérdidas es elevada: “En mi caso, yo invierto $1,800 por manzana y a eso le gano el 20 %, pero cuando se inunda perdés todo”.

Un problema de larga data .

En 1997, la Agencia de Cooperación Internacional de Japón (JICA) propuso un plan para controlar inundaciones probables a 10 años, mediante la construcción de bordas de 1.2 metros y la excavación de canales en 100 kilómetros de río.

También plantearon desviar la crecida hacia la laguna de Olomega, manejar la cuenca hídrica con la reforestación de 30,000 hectáreas, y controlar la erosión en 20,000 con barreras de suelo en 30 sitios. Esto salvaría 10,000 hectáreas de inundaciones en 10 años.

Desde entonces no se ha hecho mucho, salvo operaciones selectivas en Casa Mota y cantón La Canoa.



“Yo anduve contento con los japoneses, porque me dijeron: esto lo va a construir el Estado si quiere, pero prefirieron hacer el Puerto de Cutuco y no las bordas”, recuerda Moreira.

Lamenta que ningún gobierno en tres décadas respondió al clamor de la comunidad incluido el actual, cuya única obra más sonada en el río Grande es un puente del Periférico Gerardo Barrios.

“Nunca he entendido por qué no hay interés de salvar al sector agropecuario”, cuestiona.

Tiene claro que la solución debería ser una inversión pública cercana a los $40 millones, para construir diques con una durabilidad de al menos 40 años, hechos de piedra, tierra blanca y balastro, con mallas de protección y la opción de abrir y cerrar para almacenar agua en verano (para riego y ganado), y liberarla en invierno.

La segunda opción son créditos con desembolsos anuales paulatinos, para armar los montículos entre enero y abril, continuando el año siguiente hasta acabar. “No sería un solo préstamo o inversión, sino por porciones”, aduce.

Inseguridad alimentaria.

Las familias de Casa Mota próximas al río sobreviven con medios austeros y en absoluta precariedad. Prueba de ello es Milagro Moreira, quien junto a sus cuatro hijas, corren peligro por su casa asentada a apenas kilómetro y medio del caudal.

Vive de sus cultivos de tomate y chile -casi todos barridos por la tormenta tropical Pilar- y alguna venta ocasional.

No tiene más ingresos. “Aquí pagamos lavando ajeno y entregando mojado”, expresa, requiriendo apoyo del presidente Bukele: “Pedirle que nos ayude con las bordas, no podemos trabajar así. Nosotros, como pobres, necesitamos producir”.

Las constantes pérdidas han llevado a que los productores desistan de cultivar hortalizas de consumo diario, como frijol, tomate, chile, güisquiles, elotes, pipianes, maíz o ejotes.

La vulnerabilidad a los eventos climáticos extremos es la contante para todos los productores salvadoreños. La Asociación Cámara Salvadoreña de Pequeños y Medianos Productores Agropecuarios (Campo) calcula que el sector perdió $83.4 millones en el ciclo 2022-2024 por tanto por las altas temperaturas de El Niño como por la estela de daños dejados por Pilar.