En la psicología hay una doctrina denominada del “Mal Menor” que define como moralmente válida la elección de la opción que genera daño en un entorno en el cual no es posible garantizar la beneficencia y se está obligado a actuar. De este modo se reconoce la opción con mal menor como el mayor bien posible. En buen salvadoreño, se escoge pues “lo menos peor”.

Tristemente la doctrina del “menos peor” se ha vuelto un dilema moral en la inmensa mayoría de los procesos electorales en América Latina. Los guatemaltecos suelen hablar de eso sobre las últimas tres o cuatro elecciones presidenciales, Costa Rica lo acaba de vivir recientemente y países como Perú han llegado al extremo de hablar de escoger “entre el cáncer y el Sida” cuando se trata de una segunda vuelta electoral.

Algo así fue el dilema de los electores colombianos este domingo. El dilema del mal menor, del menos peor. Los pueblos terminan eligiendo a un gobernante con la conciencia de que no es el mejor preparado para gobernar, y sabiendo además que traerá consecuencias. A menudo además, desechando opciones claramente mejores.

Las opciones políticas tradicionales en América Latina cada vez lucen más agotadas y por eso se ven triunfos de candidatos “outsiders” fuera del sistema. Algunas veces pueden resultar en elecciones novedosas y positivas, pero también pueden resultar en personajes como Hugo Chávez y todo el desastre que ya sabemos que provocó en Venezuela aún hoy, a más de dos décadas.

Lo ideal es que la clase política construya opciones constructivas, modernas, realistas. Seguir apostándole al menos peor solo seguirá trayendo traumas en los países donde se toman esas opciones. Ojalá que Colombia sea la excepción, habrá que ver su futuro.