La desaparición de personas es dolorosa, un calvario interminable para las familias que buscan desesperadamente noticias sobre su ser querido que nunca volvió y por el que nadie responde. Esa ha sido la tragedia recurrente en El Salvador desde finales de los años 70 cuando las personas eran desaparecidas por razones políticas, y que hoy continúa al ser desaparecidas por bandas de delincuentes que los entierran en fosas clandestinas en busca de ocultar sus crímenes pero el dolor persiste.

Como sucedió con los secuestros en la década de los 90, toda la fuerza legal y coercitiva del Estado debería estar encima de los causantes de las desapariciones de personas, es un crimen de lesa humanidad.



Este debe ser un asunto de nación, que hay que alejar de la política. Esto es una realidad que hay que combatir con fuerza, con seriedad, con firmeza. Las pandillas son las principales responsables -aunque no los únicos- de esos crímenes que ya han traido demasiado luto y dolor a los salvadoreños por demasiado tiempo. Enfrentar las desapariciones con efectividad, activar todo el sistema de cámaras donde haya para dar seguimiento a los criminales, apresar y condenar a los causantes de estos asesinatos y desapariciones, son algunas de las medidas que hay que aplicar.

En el último año hemos conocido los casos de las fosas clandestinas de Chalchuapa y ahora la de la Hacienda Suiza en Nuevo Cuscatlán, ambas son un símbolo de la violencia, de la criminalidad y la impunidad de la delincuencia común y organizada. Ahí asesinaron y enterraron a jóvenes valiosos, amados por sus familias. No se puede seguir tolerando semejante impunidad, hay que demostrarle a los delincuentes que ni el Estado ni la sociedad va a aceptar más su accionar violento y despiadado con gente inocente.