Hoy 4 de abril se cumplen 23 años del asesinato de la niña Katya Miranda en la playa Los Blancos, un crimen que conmocionó la conciencia nacional y se convirtió en un dramático símbolo de la impunidad que hemos vivido.
Aquel 4 de abril de 1999, la pequeña Katya, de 9 años, fue encontrada muerta en las afueras del rancho de su abuelo, quien luego sería capturado y acusado por delitos relacionados al caso. En todos fue declarado inocente y luego fallecería de causas naturales.
El caso de Katya fue especialmente doloroso para los salvadoreños porque se trataba de una niña. La madre y su otra hija tuvieron que huir del país ante la falta de justicia y el haberse confrontado públicamente con un sistema que no pudo protegerlas. En ese sentido, todos los salvadoreños de bien se vieron identificados con este caso, con la fragilidad de ser potenciales víctimas de un crimen que pudiera quedar en la impunidad, en un país por demás, extremadamente violento y con autoridades con serias carencias.
Es un caso emblemático y, a pesar de su enorme divulgación pública, quedó en la impunidad. Desde entonces hemos visto desfilar docenas de asesinatos célebres que nos siguen golpeando pero que no se resuelven. El ciclo de impunidad es un aliciente para que los delincuentes sigan cometiendo asesinatos porque saben que las probabilidades de ser encontrados culpables son mínimas. Esa ha sido nuestra triste historia y es la que hay que cambiar decididamente.
La violencia contra las niñas y las mujeres –en cualquiera de sus formas– no se puede seguir tolerando y el recuerdo de lo sucedido con Katya debe ser un compromiso de no repetición de parte de toda la sociedad salvadoreña.
