Hace cinco años vimos con tristeza cómo el fuego consumía gran parte de la catedral parisina de Notre Dame, una joya arquitectónica y religiosa que París empezó a edificar en 1163. Ahora con alegría vemos cómo se prepara para celebrar su renacimiento, en un hito, que combina maestría arquitectónica, determinación humana y una profunda conexión cultural, que devuelve al mundo una joya gótica de casi mil años de antigüedad y reafirma el espíritu colectivo de la humanidad frente a la adversidad.
El incendio de 2019 no solo devastó un monumento histórico, sino que también dejó una herida en el alma de Francia y del mundo entero. La imagen de las llamas devorando la icónica aguja resonó como un llamado a proteger el legado cultural de la humanidad. La restauración de Notre Dame es mucho más que un logro arquitectónico. Es un testimonio del ingenio humano y del compromiso de los 1.300 trabajadores y expertos que dedicaron su talento y pasión a devolverle su esplendor. Además, la financiación basada exclusivamente en donaciones —700 millones de euros (unos $735 millones) provenientes de mecenas de todo el mundo— subraya cómo esta catedral trasciende fronteras, uniendo a personas de diferentes culturas y nacionalidades en torno a un propósito común.
Notre Dame resurge como un símbolo de resiliencia y unidad, no solo para Francia, sino para el mundo entero, recordándonos que el patrimonio cultural es un puente entre generaciones y un legado que merece ser protegido y preservado, un gran ejemplo para El Salvador que en su breve historia no suele valorar su patrimonio histórico.
Con la reapertura prevista para los días 7 y 8 de diciembre, Notre Dame no solo será nuevamente un destino para millones de visitantes, sino un recordatorio vivo de que, incluso en los momentos más oscuros, la esperanza y el trabajo colectivo pueden devolver la luz. Su resplandor, ahora renovado, nos invita a mirar al futuro con la misma determinación con la que fue reconstruida.