El transporte público es una deuda pendiente del Estado salvadoreño. Durante décadas, los contribuyentes hemos pagado cientos de millones de dólares en subsidiar un sistema obsoleto, inseguro e ineficiente. Ha sido una inversión en saco roto gracias al poderoso cabildeo de los transportistas que históricamente logran influir políticamente para que nada mejore y el status quo se mantenga sin mayores problemas.
Lo que ha tenido que hacer la gente es comprarse un vehículo y algunas veces hasta tres o cuatro vehículos hay en cada casa precisamente por la carencia de un sistema de transporte. La gente evitar subirse a un autobús donde tiene que ir colgado o soportando las locuras de motoristas drogados, irresponsables que muchas veces no cuentan ni con la licencia de conducir debido a la acumulación excesiva de multas por sus violaciones recurrentes a la ley de tránsito.
La solución no es comprar más vehículos particulares porque simplemente ya no cabemos en las calles y avenidas del Área Metropolitana de San Salvador. Lo que se necesita es un sistema eficiente de transporte masivo, que se concesione de manera transparente -no con las irregularidades del Sitramss- y que se convierta en una alternativa segura, eficiente, realista para miles de personas que buscan movilizarse a sus trabajos, a sus diligencias personales o a sus estudios. El proyecto vale la pena, hay que concretizarlo.