La persecución religiosa en Nicaragua ha alcanzado niveles demenciales en los últimos meses pero en la última semana ha llegado a extremos impensables en una sociedad medianamente civilizada, la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo han prohibido tradicionales procesiones religiosas y los policías antidisturbios invaden y asedian los templos católicos.

El obispo católico de Matagalpa, Rolando Álvarez, ya lleva encarcelado más de un mes, además, docenas de sacerdotes también están encarcelados, medio centenar más se ha tenido que exiliar ante las amenazas de los sicarios del régimen de perseguirlos o encarcelarlos.

En Nicaragua profesar la religión católica se ha convertido en un delito para la dictadura Ortega-Murillo. La razón principal es que la Iglesia Católica no ha cesado su voz profética de denuncia de las injusticias que comete ese régimen y que además, el sufrido pueblo nicaragüense encuentra en los templos el único espacio de libertad y consuelo a la agobiante situación que vive.

La dictadura también ha expulsado arbitrariamente hace más de un mes, a las Hermanas de la Caridad, a las religiosas fundadas por Madre Teresa de Calcuta y que se dedicaban a atender a personas de alta vulnerabilidad social en Nicaragua. Otra congregación de monjas fue expulsada esta semana por los Ortega-Murillo.

Lo que sigue siendo vergonzoso es la ambigüedad del papa Francisco que apenas ha dicho alguna palabra sobre la situación nicaragüense y hasta habla de diálogo con el mismo regimen que encarcela a sus religiosos. Pareciera que la afinidad ideológica del pontífice argentino se está convirtiendo en complicidad con esa dictadura, un pecado capital hacia el pueblo católico nicaragüense.