Por casi tres décadas, los salvadoreños hemos visto una creciente espiral de violencia provocada por la delincuencia común, las pandillas y el crimen organizado al grado que en algún momento, el país llegó a ocupar el deshonroso primer lugar en homicidios per cápita en el mundo.
Las pandillas han evolucionado a sofisticadas mafias que trafican droga, trafican personas, extorsionan a ciudadanos y empresas, controlan amplias zonas y han estado delinquiendo a su antojo. El extremo ha sido que se han convertido hasta en un poder fáctico que fue capaz de negociar treguas y acuerdos electorales con gobiernos y partidos políticos.
Los hechos del fin de semana han mostrado su poder y su crueldad. Una vez han asesinado a su antojo a decenas de salvadoreños y han aterrorizado a toda la población. No se puede ni se debe pactar con estos grupos delincuenciales. Hay que golpear sus estructuras, apresar a sus cabecillas, condenarlos en tribunales e impedir que vuelvan a ejercer control en zonas donde ni la Policía podía entrar y la población civil se había convertido en sus rehenes. También es hora de entregar a los delincuentes que haya pedido Estados Unidos en extradición.
Pero hay que tener claro que las pandillas son indefendibles, han optado por la criminalidad y no tienen interés alguno en reinserción social ni en recuperarse como seres productivos. El Gobierno debe aplicar la ley pero no puede ser un impulso momentáneo, sino una labor permanente para lograr la tan ansiada seguridad ciudadana.
El régimen de excepción trae alarma, por supuesto. La suspensión de cuatro derechos fundamentales no es algo normal. Por eso hay que estar vigilante de que no sucedan abusos contra la población civil que es también víctima de las pandillas en esas mismas comunidades.
