El 30 de mayo de 1776, la capital de la Provincia de San Salvador en el Reino de Guatemala fue arruinada por un violento terremoto, originado por la fosa de subducción y calculado (en fechas recientes) en 7.5 grados en la escala de Richter. Dicho evento terráqueo también destrozó al templo de Dolores Izalco y causó más daños en la Alcaldía Mayor de Sonsonate y en otros puntos del Reino.
Ante los vaivenes de la tierra, el temor y el horror se apoderaron de los hombres y mujeres del lugar, quienes a partir de ese momento abarrotaron las iglesias y ermitas en busca del perdón de los cielos para los pecados hasta entonces cometidos. Tan grande oportunidad no fue desaprovechada por el virtuoso párroco Isidro Sicilia, quien encargó el esculpido y pintado de una imagen portátil del Salvador del Mundo al más notable y hábil escultor, grabador, pintor y dorador de imágenes de toda la región. Se llamaba Silvestre Antonio García y era devoto de San Francisco de Asís, al grado tal que vestía el hábito de su orden con el grado de terciario. Es decir, era un lego cuya fortuna estaba en función de los pobres y las causas nobles.
García era heredero y propietario de la inmensa hacienda San Antonio Los Amates, ubicada al poniente de San Salvador, la que siglos más tarde sería escindida en las fincas El Espino y San Benito.
Estaba casado con la mexicana Benita Évora, con quien había procreado a sus dos hijos Vicente y Basilio, este último padre de Salvador García, quien a su vez fue progenitor del médico y exalcalde capitalino Ramón García González y de su hermana María, quien sería la madre de la folclorista María Mendoza García de Baratta.
Con el tallado y pintado de la madera de un naranjo seco que había en su inmensa propiedad agrícola, Silvestre Antonio García cumplió el encargo sacerdotal. Para agosto de 1777, una nueva imagen del Salvador del Mundo fue colocada en el altar mayor de la Iglesia Parroquial de la capital provincial. Así surgió el “Colocho”, como denominó el pueblo a esa escultura religiosa, un apodo que para nada tenía de ofensivo, pues solo obedecía a una larga tradición española que aún persiste en Sevilla, Cádiz y otras zonas de la península ibérica.
Como tributo complementario, García se hizo cargo de organizar y pagar las celebraciones agostinas de los años siguientes, aunque también contó con el apoyo de las personas integrantes de la Cofradía de la Transfiguración (1787), después denominada Cofradía de San Salvador (1791) y ahora Asociación Cofradía del Divino Salvador del Mundo. García cumplió esa promesa hasta el día de su muerte, ocurrida a mediados de 1808, tras entregar fuerte suma de dinero al párroco capitalino, presbítero y doctor José Matías Delgado y de León, para que cancelara obreros y materiales pendientes de la reconstrucción del principal templo católico de la capital de la Intendencia de San Salvador.
En homenaje civil por su entrega por las festividades anuales dedicadas al Salvador del Mundo, el señor J. Antonio Andrade, vecino de Soyapango, solicitó el 27 de junio de 1986 que la Segunda Calle Oriente de la ciudad capital fuera bautizada con el nombre del maestro Silvestre Antonio García. Su petición quedó sin respuesta, a la espera de un alcalde y un concejo interesados por rescatar la memoria de los personajes históricos de San Salvador.
A partir del mismo año de la muerte del maestro Silvestre García, la municipalidad de San Salvador asumió la organización y conducción de los festejos agostinos. Para ello, cada mes de mayo nombraba un comité de 16 personas, entre hombres y mujeres, quienes asumían sus cargos como mayordomos o capitanes de barrio y se encargaban de recolectar fondos de manera ingeniosa. Esa suma era utilizada luego para los materiales con los que cada fracción poblacional de la capital honraba a su santo patrono en un día determinado de la semana de celebraciones.
En 1809, la primera capitana nombrada fue la señora Dominga Mayorga, quien organizó una alegre alborada, una fastuosa entrada a la Plaza Mayor y una carroza con forma de barco cargado con flores, las que fueron repartidas entre el público al cerrar su recorrido frente a la Iglesia Parroquial (ahora iglesia del Rosario).
Al año siguiente, en 1810, la celebración agostina principal fue la representación del Monte Tabor en el atrio de la Iglesia Parroquial, donde el Cristo de Silvestre García fue el centro de atención y atracción.
Para 1811, un año convulso por los ánimos independentistas reinantes, fue construido un carro modesto, de madera, tirado por bueyes y adornado con papeles de colores y muchas flores, entre las que se colocó al “Colocho” y se le llevó a recorrer las calles, por entre el júbilo y los vítores de la población. Al final del recorrido, frente a la Iglesia Parroquial y la Plaza de Armas, se produjo por primera vez la “Bajada” o cambio de ropas para el Cristo transfigurado. Así se dio origen a un ritual que perduró hasta 1999, cuando el momento de la “Bajada” fue trasladado a la fachada de la tercera Catedral Metropolitana, al norte de la plaza Barrios.
Las celebraciones civiles y religiosas dedicadas al Salvador del Mundo superaron los convulsos tiempos de la Independencia, la anexión forzosa a México y las guerras federales. Pese al abandono de la ceremonia española del Pendón Real, al fragor de las batallas o a las pestes de viruela y cólera morboso, pocas veces fueron suspendidas en todo su esplendor y reducidas únicamente a la celebración de la misa solemne del día seis de agosto.
Para esos momentos, dicha festividad anual, como bien lo reveló un diario gubernamental de la primera mitad del siglo XIX, “es única en su género: es religiosa, es cívica, es nacional y local a un mismo tiempo; pertenece a todas las clases y a todas las jerarquías: al sansalvadoreño y al vecino de San Miguel o de otra ciudad, al rico y al pobre, al comerciante y al hacendado, al militar y al paisano, al gremio de hombres de letras y al rudo jornalero [...] Marchan todos confundidos en amistosa fraternidad y sin más distinción ni procedencia que aquella que rigurosamente exigen la etiqueta, la urbanidad y el respeto debido a las personas constituidas en dignidad”.
Con gran algarabía y júbilo, desde 1843 y hasta ya entrado el siglo XX, el trabajo de arreglar y decorar el carro para la procesión del Salvador del Mundo le fue confiado a los hombres y mujeres del barrio capitalino de El Calvario.
Pero un decreto ejecutivo del 25 de octubre de 1861, firmado por el general Gerardo Barrios Espinoza, le dio un súbito giro a los principales festejos de la ciudad capital. Por medio de ese texto legal, el mandatario transfirió las fiestas agostinas para el 25 de diciembre, día de la Natividad. El propósito era que esa ocasión fuera no solo el festejo titular de la ciudad de San Salvador, sino que fuera la última feria comercial y agropecuaria del país y la primera del año siguiente.
Para convencer a la población de que la unificación de ambas festividades religiosas estaba justificada y podía realizarse, el régimen del general Barrios efectuó una operación ideologizadora. Por encargo del Supremo Gobierno, se mandó a tallar una efigie del Salvador del Mundo Niño, donde una figura infantojuvenil asume las características del transfigurado. Esa disposición gubernamental -de clara intervención del Estado en los asuntos de la Iglesia- tuvo vigencia hasta el 12 de abril de 1864, cuando el nuevo mandatario, el exsacerdote Lic. Francisco Dueñas, emitió otro decreto que devolvió las fiestas agostinas a sus fechas tradicionales. La imagen del Salvador del Mundo Niño fue sacada de la Catedral y desterrada de la jurisdicción de la capital salvadoreña. En la actualidad, se encuentra depositada en la casa cural de la Parroquia de Apaneca, reconstruida tras la devastación de los terremotos de enero y febrero de 2001.
Dotados aún de fervor religioso, los festejos agostinos anuales fueron adquiriendo un gradual tono mundano y comercial, debido a que las personas se preocupaban por estrenar ropas nuevas y los comerciantes se motivaban a “hacer su agosto”, mediante jugosas ventas, que podían incluir descuentos o precios más voraces que en temporadas normales. Esta oportunidad monetaria, lograda en pocos días de trabajo arduo, también causó que muchos empleados gubernamentales abandonaran sus puestos de trabajo y se lanzaran a labores comerciales de ocasión, lo cual les fue prohibido por el presidente y general Francisco Menéndez Valdivieso mediante un decreto ejecutivo, redactado y firmado el 9 de agosto de 1887. El 5 de agosto de 1889, la figura del Salvador del Mundo cayó desde lo alto de su carroza, antes de la Transfiguración. El pueblo capitalino vio en aquella situación un mal augurio para el país, que se cumplió el 22 de junio siguiente, con el derrocamiento y fallecimiento del general Menéndez Valdivieso.
Las festividades anuales de la capital salvadoreña llamaron la atención, incluso, a personas que no profesaban el catolicismo. En una de sus cartas de agosto de 1896, el reverendo cuáquero Samuel Alexander Purdie (1843-1897) anotó: “Las festividades anuales ya están en marcha y la ciudad está llena de gente de otros lugares. Hay nuevos carros de cuadros vivos todos los días. Hoy fue el de ‘Maceo liberando a Cuba’, durante la procesión de un barrio que ocupaba los cuatro lados del gran cuadrado del parque que estaba lleno de gente, al igual que los porches de los alrededores y balcones".
Un decreto ejecutivo del 24 de junio de 1905 elevó las fiestas patronales de San Salvador a la categoría de feria, lo cual permitió que, entre el 1 y el 6 de agosto, se diera una mayor solemnidad y capacidad comercial en la capital salvadoreña.
Dieciséis años más tarde, las fiestas titulares de la ciudad capital revistieron un carácter especial, debido a la cercanía de las fechas conmemorativas del primer centenario de la Independencia Centroamericana.
Un decreto legislativo emitido el 27 de febrero de 1923 le quitó el carácter de fiesta nacional a los festejos agostinos capitalinos, que por entonces se desarrollaban del 20 de julio al 7 de agosto. Al gobierno del presidente Jorge Meléndez Ramírez le tocó aceptar esa disposición. Unos meses más tarde, al nuevo gobierno encabezado por el médico Dr. Alfonso Quiñónez Molina emitió un acuerdo ejecutivo el 23 de junio de 1923, en que declaró que las fiestas titulares de San Salvador debían ser consideradas Feria Nacional de El Salvador, pues están dedicadas al patrono religioso del país.
Como efigie simbólica, el Salvador del Mundo ha merecido un monumento en una plaza capitalina –inaugurada en diciembre de 1942, dañada por el terremoto del 10 de octubre de 1986 y reconstruida en varias ocasiones-, emisiones de sellos y tarjetas postales, recuerdos religiosos, un espacio azul en recientes placas de los automóviles salvadoreños y decenas de copias estatuarias que han viajado hasta donde residen las comunidades de El Salvador transnacional.
Fiesta agostina en Plaza del Reloj. / Cortesía
