Por eso, el diálogo ha de tomar la delantera siempre. En lugar de agredirnos entre sí, intentemos agradarnos con la cultura solidaria del abrazo. Hay que desterrar cualquier acto de agresión que habite en las agendas políticas. Lo prioritario ha de ser la poética de la concordia. La situación de Ucrania como puente de entendimiento entre el este y el oeste, requiere de otros abecedarios menos envenenados, más justos y respetuosos con toda vida. Plantemos en valor los sentimientos del corazón, así como el lenguaje de la conciliación con gestos de comprensión, para activar los encuentros con la alegría de vivir. Pongámonos a trabajar por la paz, renunciemos a batallar con la presión de las amenazas y de las bombas, desistamos por completo de tomar la orientación de enfrentarnos, en vez de retarnos a tomar la adhesión armónica de auxiliarse y asistirse. Tiene poco sentido que la humanidad se deje arrastrar por discursos que nos abren a propiciar esferas salvajes y rincones crueles. Desde luego, estos aires devastadores a nadie benefician; es menester, por consiguiente, escucharse más y mejor.
Atenderse entre análogos como entenderse es vital. Nunca me cansaré de divulgarlo. Por otra parte, jamás será tarde para impedir contiendas inútiles, para aminorar tensiones y luchas innecesarias, que nos dejan sin fuerzas para reconocer y acoger la voz de esas gentes implicadas en los valores humanos, siempre en guardia y con el aliento suficiente para sobrevivir. Pensemos que todos somos interdependientes, lo que nos exige promover la comprensión y los puentes de unidad y unión, como supremo objetivo ético, o si quieren como una necesidad moral, que dimana de la exigencia a convivir entre poblaciones diversas. Eliminemos fronteras para que se asiente la generosidad, puede ser un buen propósito. De ahora en adelante hay que ver los horizontes coaligados, el avance en función de la alianza, la política en base a la tranquilidad que ofrece, y hasta nuestra propia existencia en orden a la valentía del deber a tolerarnos. Ahí radica la paz, en el compromiso de cada ser humano por apagar el fuego y alumbrar caminos. En efecto, querer es poder llevar a buen término lo de vivir, desvivido por hermanarse.
Por desgracia, hemos sido incapaces de alimentar en el mundo medidas concretas para promover la causa de los acuerdos, que es lo que verdaderamente nos alienta a la comprensión. Hemos reconstruido grandes potencias, con territorialidades a nuestro antojo, con líneas divisorias marcadas a nuestro capricho, sin considerar a la familia humana como tal, obviando trabajar por la justicia, por ese desarrollo de la conciencia y no de la conveniencia de intereses mezquinos, que más pronto que tarde acaban desquiciándonos. Es cierto que la estabilidad debe ser la prioridad de cualquier corazón andante y, aunque los dolores de la guerra son una continuidad en nosotros, no podemos perder la esperanza de reconquistar ese buen sentimiento de poner fin a los conflictos en nuestra casa común, por la que transitamos, pero que no es de nadie y es de todos en particular. Unamos las fuerzas en el nosotros, promotores de vida y no de muerte, también unamos las ideas para crear las condiciones de hacernos y de rehacernos colectivamente, que parte del sentido de la vida en esta tierra, está en la maduración de no demolerse, sino en levantarse cada día rodeados de sueños y no oprimidos por la vorágine discriminatoria.