La insurrección comenzó en las zonas occidental, norte y centro de El Salvador en los primeros minutos del viernes 22 de enero de 1932. Miles de indígenas nahuas y campesinos, armados con machetes y unas decenas de armas de fuego y cartuchos de dinamita, se lanzaron al asedio de instalaciones militares, gubernamentales y privadas en Izalco, Nahuizalco, Tacuba, Juayúa, Ahuachapán, Apaneca, Metapán, La Libertad, Colón, Santa Tecla, San Miguel de Mercedes, Chalatenango, etc. Para muchas familias, una “ola roja” se extendía por el país. Guatemala blindó su frontera y el gobierno salvadoreño impuso la ley marcial en casi todo el país.
Las comunicaciones por telégrafo y teléfono fueron cortadas por las huestes insurrectas. Varios de los líderes del movimiento estaban ya en prisión, como era el caso de Agustín Farabundo Martí (dirigente nacional del Socorro Rojo Internacional, SRI) y los periodistas y estudiantes universitarios Mario Luna y Alfonso Zapata. Para proteger a San Salvador de los avances de aquellas “manchas de rojos”, fueron enviadas decenas de tropas desde Zacatecoluca, Quezaltepeque y otros lugares.
De los casi cinco mil oficiales y soldados destinados para integrar el ejército nacional en ese año, el régimen golpista encabezado por el brigadier Maximiliano Hernández Martínez destinó casi el 50% al aplastamiento militar del alzamiento y envió esos contingentes por ferrocarril, al mando del general de división José Tomás Calderón. Las empresas ferrocarrileras, de capital británico, no cobraron nada por ese transporte hacia los “focos comunistas”.
Casi toda la diplomacia internacional asentada en San Salvador se activó a solicitud expresa del representante diplomático de Italia, horrorizado por el asesinato de uno de sus compatriotas, el empresario agrícola y alcalde en funciones Emilio Redaelli (nacido en 1891), ejecutado junto con su familia en Juayúa, en un acto de crueldad extrema. Como respuesta, las Legaciones de Estados Unidos (dirigida por el encargado de negocios W. J. McCafferty) e Inglaterra (encabezada por David Rogers) ordenaron el despliegue de barcos y tropas, en especial para proteger a los bancos y otros intereses financieros e inmuebles de extranjeros residentes, aterrorizados por los combates y la “amenaza roja” sobre la capital salvadoreña.
“Seis barcos, 3 norteamericanos, dos canadienses y uno inglés caminan ahora hacia aguas salvadoreñas” rezaba un curioso titular en el periódico El Informador, publicado en la ciudad de Guadalajara, capital del estado mexicano de Jalisco, uno de los medios que tradujeron y difundieron en el extranjero los cables emitidos desde Panamá, México y Nueva York con detalles de lo ocurrido en El Salvador durante esos días de la insurrección etnocampesina de millares de indígenas movidos por la extrema pobreza y el desempleo derivados de la crisis económica mundial de 1929. Esas naves y sus marinos armados demoraron entre 24 y 48 horas en llegar desde el istmo de Panamá hasta los puertos de Acajutla y La Libertad. Las de bandera estadounidense fueron puestas bajo el mando del contralmirante Arthur Smith. Por decisión del gobierno de Hernández Martínez, no se permitió el desembarco y entrada en acción en los teatros de operaciones a ninguno de los militares extranjeros llegados, a quienes se informó que “el gobierno de facto” (no reconocido por Estados Unidos) había logrado controlar la situación y que “el país ha sido pacificado”.
Frente al barullo de sus colegas, el ministro mexicano Lic. José Maximiliano Alfonso de Rosenzweig Díaz (1886-1963) sostuvo la Doctrina México, consistente en la no intervención en los asuntos internos de otros países. Al poco tiempo, pidió su retorno y traslado a otro puesta diplomático en Suecia.
Entre el lunes 25 y el viernes 29 de enero de 1932, la AP y sus medios vinculados en Estados Unidos y América Latina (El Informador, Guadalajara, año XV, tomo LIV, números 5174-5179) difundieron muchos cables con datos acerca de la insurrección filocomunista y etnocampesina ocurrida en territorio salvadoreño. Incluso, la agencia de noticias citó a un diplomático chileno que, desde Estados Unidos, afirmaba que aquel movimiento era el inicio de un gran complot comunista para levantar en armas a todo el continente, según quedó establecido en un folleto no citado distribuido en agosto de 1931 por la sede neoyorquina del SRI.
Frente al terror emanado por la imagen de miles de indígenas y campesinos al asalto de localidades y propiedades, la AP sostuvo que “los civiles voluntarios se han dirigido al gobierno pidiendo armas para defender a las instituciones, además han estado contribuyendo con fuertes cantidades de dinero los bancos, casinos y personas particulares para combatir el comunismo. La ayuda por este concepto se considera en más de cuatrocientos mil colones”. Fue el nacimiento de las Guardias Cívicas, encargadas de la represión popular en las semanas y meses posteriores.
El martes 26, desde Washington D. C., el Departamento de Estado informaba que las tropas del ejército salvadoreño habían retomado el control de todas las poblaciones atacadas y que las huestes comunistas “han sido desbandadas”. En distintos cables y siempre basados en “informes privados” extraídos de declaraciones de viajeros llegados a las ciudades de Panamá, México y Nueva York por vía aérea, la AP informó de que la insurrección había desembocado en un enorme fracaso para sus gestores y participantes. Incluso, llegó a sostener que “el levantamiento ha dado como resultado que se hayan registrado miles de muertos”. Entre las cifras gubernamentales y las sostenidas por AP, los fallecidos oscilaban entre las 500 y 5,000 personas, pero no especificaba si sólo se trataban de indígenas y campesinos insurrectos, tropas, civiles o si eran producto de los “combates esporádicos” como se le denominó a la captura y fusilamiento sin juicio de cientos de insurrectos. En una de las pocas cifras creíbles, el 29 de enero la AP dio cuenta de la ejecución por fusilamiento de 25 personas, en Soyapango, acusadas de haber tomado parte entre los alzados en armas. Varios de esos ejecutados eran obreros sin trabajo, dedicados antes a la sastrería, panificación y construcción.
Tras la represión militar y paramilitar directa contra los “rojos”, el régimen martinista tomó acciones de otro tipo. En especial, desde los espectáculos públicos y la divulgación del pensamiento. No en balde financió la redacción y publicación de, al menos, tres libros testimoniales para advertir acerca de los “peligros del comunismo internacional”, sino que también diseñó y ejecutó un plan integral de espectáculos públicos con obras sencillas y directas, destinadas a mostrar al campesino e indígena como un ser bueno, noble y que podía ser engañado con facilidad por los emisarios de ideas extrañas procedentes del extranjero.
Desde el siglo XIX, la libertad de prensa e imprenta siempre estaba en pugna con la censura gubernamental ejercida por censores intelectuales y policías, aunada a las notas difundidas por los medios colaboradores del régimen de turno. Sin embargo, algo que aprendió con rapidez el gobierno del general de brigada Maximiliano Hernández Martínez fue la vertiente autoritaria de controlar y reorientar los contenidos que se vertían desde El Salvador hacia el exterior. Por eso, entre 1932 y 1937, el gobernante militar hizo que el educador salvadoreño Francisco Espinosa asumiera el rol de corresponsal nacional para las agencias internacionales de noticias Associated Press (AP) y United Press (UP), así como la fundación del Diario Nuevo, órgano oficialista de prensa, coordinado con el Diario Oficial y su periódico hermano La República. Eso, unido a las distintas emisiones de las estaciones que componían a la Radio Nacional de El Salvador más la censura de los espectáculos y películas extranjeras exhibidas en el Circuito de Teatros Nacionales le otorgaron al gobierno martinista la construcción ideológica de una dictadura de casi trece años, apoyada de lleno por las armas de su ejército y los servicios de funcionarios pertenecientes al partido popular Pro-Patria, de corte fascista y pronazi.
