Ciertamente, necesitamos estar juntos para florecer y trabajar fusionados, para hacernos la vida más sosegada, sin tantos inútiles conflictos, que nos llevan a la derrumbe. No podemos continuar con la angustia de la pobreza que padecemos como especie, tenemos que mejorar el linaje, con otro ánimo de amor más generoso que acreciente ese capital social, para eliminar de una vez por todas las barreras sociales y culturales, que generan tremendas desigualdades, cuando lo que hay que instaurar es cohesión. Deben proliferar, pues, las operaciones de auxilio, cercanía y adhesión; tanto en los desastres naturales o provocados por el ser humano, como en aquellos ámbitos sin protección social y con bajos ingresos. Desde luego, tenemos que superar todos estos desordenes que nos desequilibran, creando nuevos excluidos, con una economía interesada, que no responde a una democracia inclusiva y participativa, puesto que no está al servicio de sus gentes ni tampoco del bien común.
El contexto inflacionario, que sufre la ciudadanía de todos los continentes, demanda el reforzamiento de las instituciones laborales, especialmente el salario mínimo y la negociación colectiva, lo que requiere un activo diálogo mutuo y permanente, si en verdad queremos avanzar en el cierre de brechas laborales y no retroceder. Lo mismo sucede con la capacidad de ser solidario, esto también nos exige mayor escucha, para saber ayudarse. Está visto que cuando falta el intercambio de pareceres y todo se mueve en un mercado de intereses, nada se reconstruye ni se libera. Es público y notorio, que la pobreza más grande radica en este aluvión de incertidumbres que padecemos. En consecuencia, hay una labor prioritaria pendiente de realizar, la de trabajar por lo armónico, antes de que las guerras se globalicen y nos muestren sus garras destructivas, dejándonos sin rastro alguno. Hemos de superar, por consiguiente, todos estos fanatismos; generadores de contiendas inútiles, que lo único que hacen es que las llagas del hambre y de la pobreza persistan.
Precisamos conciliación en todos los territorios habitables. Las naciones necesitan crecer en la quietud. Volvamos a rehacer y renacer como familia. Restauremos los vínculos. Naturalmente, la mayor pobreza es sentirse solo, abandonado por los suyos, sin amor alguno y con el desasosiego de no tener donde abrazarse en el campo de batalla. Porque sí, en efecto, la vida es lucha diaria, que nos requiere vivirla en solidaridad. De ahí, lo trascedente de concienciarnos sobre los derechos de los marginados y desfavorecidos. Sea como fuere, estamos aquí de paso y el paseo será fructífero, en la medida en que contribuyamos al mejoramiento de nuestro espacio vivencial. Por eso, es vital, unir nuestras fuerzas morales y económicas, más allá de las propias fronteras y universalizar la oposición contra cualquier pobreza que degrada, ofende y mata, a tantos semejantes nuestros. Cultivemos el deber y el derecho: De que caminemos sin desfallecer y con la mano tendida siempre; de pedir a los gobiernos otras políticas más justas en favor de las familias y de la actividad laboral. Al tiempo, conjuguemos fuerzas y reivindiquemos un camino hacía sí mismo, que la vida cobra sentido, cuando se hace de ella una tarea diaria. A vivir, que son dos días, y poco más. Elijamos la misión de donarnos y servir, ¡no de servirnos de nadie! Ahí radica el talento del alma, el buen juicio.