“Por favor, detenga el ascensor”. La voz fuerte iba unida a un par de piernas que corrían y a un brazo que se extendía para evitar que la puerta del aparato se cerrara. Como me lo indicó el autor de aquella petición, toqué el botón de abrir puertas y el propietario de la voz y su comitiva subieron. El hombre me dio las gracias. Iba con su esposa y uno de sus hijos. Era Mario Vargas Llosa. Le dije que, si me lo permitía, me gustaría dejarle un ejemplar de mi “Diccionario de autoras y autores de El Salvador” (2002) en la recepción para cuando pudiera reclamarlo. Me bajé en mi piso, nos despedimos y ellos siguieron su camino.

Esa misma tarde cumplí mi promesa. Era mi primera vez en Guadalajara, la capital tapatía y tenía mucho para recorrer y degustar. Sobre todo, quería ver aquel espacio donde había fallecido el conquistador Pedro de Alvarado, así como las impresionantes pinturas murales de Siqueiros en el antiguo orfanato.

Del Hotel Hilton a la sede permanente de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara hay apenas unos pasos. De hecho, una calle. Todo aquel barullo editorial en un espacio de 26,000 metros cuadrados comenzó el sábado 26 de noviembre de 2005. Había más de 600 actividades en el programa, Perú era el país invitado, había más de 300 autores internacionales presentes -entre ellos, Toni Morrison, Arturo Pérez Reverte, Vargas Llosa y decenas más-, con 230 presentaciones de libros por parte de unas 1500 editoriales llegadas desde 38 países. Entre ellas, la guatemalteca Letra Negra, que en ese año me honraba con la publicación de mis haikus bajo el título “Palabra incontenible”. Una verdadera fiesta de la literatura global contemporánea.

Yo estaba en la FIL por asuntos de trabajo, pero me daba muchas vueltas por los diferentes estands de las editoriales para ver, aprender y adquirir materiales. Disfrutaba mucho con las propuestas gráficas para promover los libros y organizar las actividades. Mis maletas llegaron vacías y salieron a reventar. Tras cada ronda, llegaba con mi cargamento a la sede de Letra Negra y allí dejaba mis libros recién comprados en custodia.

A la mañana siguiente, en el ascensor hacia el comedor del hotel, vi que mi compañero de descenso era de nuevo Vargas Llosa. Me reconoció y me dio las gracias por el diccionario. Me dijo que desconocía muchos de los detalles biográficos de Claribel Alegría y Roque Dalton, a quienes conocía y había leído. Me honró saber que, cuando menos, un escritor de su talla había sentido curiosidad por hojear y ojear un texto mío.

Otro encuentro de esos en el ascensor de ida o de vuelta fue con Pérez Reverte, a quien ya había visto antes en Madrid. En una breve conversación amable, hablamos de su reciente charla acerca del lenguaje marinero en la obra de MIguel de Cervantes. Él ignoraba que el autor de Don Quijote alguna vez quiso marcharse a vivir a la villa de la Santísima Trinidad de Sonsonate, en el Reino de Guatemala.

Entre tequilas y tortas ahogadas, los días en la FIL transcurrieron demasiado veloces. Había tanto por ver, oír y leer que el tiempo fue una leve brizna de vida para cubrir tantas experiencias. Una foto con la actriz Ana Colchero, un apretón de manos con Xavier Velasco, escuchar a Alessandro Baricco, Carlos Monsiváis y Sergio Ramírez e ir en busca del abogado chileno Dr. Juan Salvador Guzmán Tapia, el juez de Pinochet, que presentaba su libro de memorias. Cuando me presenté como “lo saluda un compatriota”, tomó mi gafete en sus manos, sonrío y me reconoció. Unos meses antes, su nacimiento en El Salvador, como hijo del poeta y diplomático chileno Juan Guzmán Cruchaga, ocupó varias páginas de periódico que coescribí con el periodista costarricense Lafitte Fernández.

Ese contacto fue el detonante de amistad con ese intelectual del derecho, que nunca pudo cumplirle a su padre la promesa de colocarle un monumento conmemorativo en el Jardín de los Poetas, en lo alto del turicentro Los Chorros, en las afueras de Santa Tecla, donde desde 1973 descansan las cenizas de su amigo salvadoreño, el también poeta y diplomático Raúl Contreras Díaz.

Más que fotografías personales, yo atesoro paseos y recuerdos. De aquella FIL de 2005 guardo muchos, junto con bastantes agradecimientos. Dos décadas más tarde, los he actualizado en mi mente para rendirle este brevísimo homenaje a Mario Vargas Llosa, a quien apenas conocí en el tiempo que duraron dos viajes por ascensor, pero cuya enorme obra literaria disfruto desde que yo era un adolescente, pese a que sus posturas políticas nunca fueron de mi agrado.