Se veía venir. Cada día que pasaba el déficit de electricidad crecía en Cuba y las horas de apagones se hacían más largas. El pasado viernes, cerca de las once de la mañana, llegó el colapso del sistema energético tras la salida de servicio de la principal termoeléctrica del país. Las escuelas no abrieron para recibir a los estudiantes, las actividades culturales fueron canceladas y se suspendieron todos los servicios que no se consideran vitales. La vida cotidiana se detuvo y el país entró en una pausa de la que nadie sabe cuándo saldremos.

Durante los años 90, en la crisis conocida con el eufemismo de Período Especial, el discurso oficial advertía de la posibilidad de que la nación tocara fondo. A aquel abismo se le llamó Opción Cero y traería consigo la instalación de ollas colectivas para alimentarse en cada barrio, el fin del suministro eléctrico y la total renuncia al transporte público. Por las calles dejarían de rodar los vehículos y los aviones ya no surcarían por nuestros cielos. Afortunadamente aquel terrible escenario no llegó a suceder porque el régimen cubano, contra las cuerdas económicas y temiendo un estallido social, dolarizó el país, abrió la nación a la inversión extranjera, utilizó el éxodo de los balseros para soltar algo de la presión social acumulada y permitió por primera vez en décadas los negocios privados.

Han pasado tres décadas desde aquel oscuro momento de nuestra historia y este octubre el fantasma de la Opción Cero ha tocado de nuevo a la puerta. El jueves en la noche, el primer ministro Manuel Marrero reconoció lo que ya no se podía seguir negando: "Hemos tenido que paralizar la economía para poder garantizar un mínimo de servicio eléctrico". A esa misma hora, en la céntrica calle 23 de El Vedado habanero, el edificio más alto de la Isla mostraba muchas de sus ventanas iluminadas. La también conocida como Torre K está destinada a ser un hotel de lujo y, como tal, goza de un suministro eléctrico estable y sin interrupciones. Alrededor del feo bloque de concreto, la mayoría de las manzanas estaban a oscuras mientras la monótona voz del funcionario aseguraba en la televisión que había que resistir y vencer las actuales penurias.

La falta de inversión en el sector energético ha sido una de las causas que ha llevado a Cuba hasta estos días sin luz. Mientras el dinero sigue fluyendo para construir alojamientos de cuatro y cinco estrellas de cara al turismo internacional, la renqueante industria energética apenas ha recibido reparaciones puntuales y mantenimientos superficiales. El resultado de la falta de previsión y de la ineficiencia gubernamental ha sido que las principales termoeléctricas del país sean montañas de hierros oxidados incapaces de satisfacer la demanda del sector residencial y mucho menos del entramado productivo.

Llegados a este quiebre, las autoridades parecen no comprender la gravedad de la situación y tratan de activar los gastados resortes del nacionalismo, culpando del problema al embargo de Estados Unidos. También llaman a ajustarse el cinturón y a ahorrar electricidad al interior de los hogares. Usan para estas convocatorias el manido vocabulario bélico de luchar contra las adversidades y de apelar a las “trincheras de ideas” para superar el momento. Nada parece servirles hasta ahora. Las calles y las redes sociales van repitiendo un clamor de un cambio radical en lo político y en lo económico que antes solo se decía en voz baja. La ira popular va creciendo y no parece haber un proyecto oficial, a corto ni mediano plazo, para hacer más llevadera la vida de la gente. Se vienen días más difíciles y oscuros.



Yoani Sánchez, periodista cubana, directora del periódico independiente 14ymedio