Desde el año pasado viene discutiéndose, con buen ánimo y “calorcito” de polémica, la figura de Salarrué como creador e intelectual —que no son sinónimos— en medio de los terribles acontecimientos políticos y sociales de enero de 1932, cuando un inédito alzamiento campesino en algunas zonas del occidente del país desató la peor masacre perpetrada en suelo salvadoreño antes de la guerra civil.
Provocador, el reconocido antropólogo, lingüista y crítico literario Rafael Lara Martínez ha lanzado a los vientos que Salarrué era uno de los “artífices de la política cultural del martinato” y que sus posturas ideológicas —si tenía alguna— eran “nacionalistas, pero ese nacionalismo estaba más cerca del fascismo” (entrevista con Luis Canizalez. “Elementos”. Febrero de 2022). El poeta y escritor Miguel Huezo Mixco ha salido en defensa de Salarrué matizando que existen documentos, principalmente cartas, que desafían la tesis de Lara, en cuanto demostrarían que el autor de “Cuentos de barro” era un funcionario más bien marginal dentro del aparato cultural oficialista, obligado a mendigar ciertas mejoras laborales y en continua pugna con su jefe inmediato, el subsecretario de Instrucción Pública, José Andrés Orantes.
Otros articulistas han terciado en este debate proponiendo a Salarrué como ese creador independiente que, si bien no enfrenta abiertamente a la dictadura, tampoco llega al extremo de merecer verse ubicado entre los sicofantes que medraban alrededor del general Martínez. Personalmente estoy convencido que la verdad sobre “el escritor salvadoreño más importante de todos los tiempos”, como le llama Miguel, es bastante más compleja y paradójica.
Pero antes de meter mi pequeña cuchara me interesa explicar por qué puedo meterla.
Al morir en 1975, todos los papeles de Salarrué quedaron en poder de su hija Maya (María Teresa Salazar Lardé), quien poco antes de fallecer a su vez, en 1995, entregó este tesoro a un gran amigo de su padre, el escritor y pintor Ricardo Aguilar “Humano”. Ricardo cuidó este archivo con cariño y esmero durante varios años, hasta que en 2003 finalmente lo donó al MUPI. Poco más de un lustro antes, en febrero de 1997, “Humano” —a quien había conocido a través del periodismo cultural que por entonces yo ejercía— me permitió ver de cerca los numerosos papeles de la familia Salazar-Lardé.
Fue tal mi asombro, que me propuse publicar un reportaje especial cuyo título aún recuerdo: “Salarrué: el gigante desconocido”. Y así fue como, gracias a la generosidad de Aguilar —quien, por cierto, falleció repentinamente el año pasado—, disfruté días enteros fotografiando, cotejando y hasta transcribiendo documentos del gran escritor. ¡Todo un atracón investigativo!
Releyendo hoy aquellos apuntes míos, me coloco en medio de Lara Martínez y Huezo Mixco para ofrecer, aunque parezca imposible, una visión alternativa y complementaria a la de ambos.
Salarrué no era un activista de la libertad política ni un soñador al que la realidad social le resultara indiferente. En consecuencia, no deberíamos exigirle hoy, por contrastantes y simplificadoras, ni una actitud beligerante ni una febrilidad alada que le eran temperamentalmente ajenas. Pero así como nuestro autor no era una pieza en la maquinaria cultural del martinato —Miguel lleva razón—, tampoco era, como dice Rafael, un hombre que se resistiera a adular al poderoso si lo hallaba necesario.
¿Puede documentarse esta compleja personalidad salarrueniana que me atrevo a proponer? De acuerdo a mis apuntes, definitivamente sí.
