Auna de sus enamoradas en San Salvador, la señorita Carmen Morán, Salarrué le escribe desde Nueva York el 18 de octubre de 1952 diciéndole: “Carmencita le tengo un gran cariño y por eso le hablo así. Espero no sea para usted una cosa tonta, o lo que es peor, ridícula. Recuerde, no obstante, que en mí hay un eterno niño explorador de la vida, y en el centro de la cabeza un pájaro y una estrella en el corazón...”.

Autorretratarse como un “eterno niño explorador” es toda una confesión de Salarrué, pues identifica la médula de su conciencia creativa. Si algo movió siempre a nuestro escritor fue la imaginación —aquel pájaro en su cabeza— y el afán por la trascendencia —esa estrella en su corazón—, ámbitos entre los que gravitaron con frondosa libertad tanto su propuesta literaria como su arte pictórico. Porque nadie es artista sin libertad. Y para ser enteramente libre se requiere cierta inocencia, cierta pureza de espíritu.

Esta “eterna infancia” queda brevemente explicada en un valioso manuscrito que Salarrué conservó hasta el final de su vida. En él se observan, como evidencia de insatisfacción, dos títulos tachados: “Conociendo a Sagatara” y “El hombre del caballo blanco”. Aclarando que no concede a aquello “gran valor literario”, Salarrué discurre: “¿Autobiografía? Puede ser. ¿Cuento para niños? Sagatara me enseñó a gustar más los cuentos de niños que los cuentos para niños. / Sagatara. ¿Qué haría yo sin él? Me enseñó todo lo bueno y me perdonó todo lo malo, incluso la terrible cosa que ha sido el pasar del tiempo. Cuentos de niños no son sino los cuentos que los niños contamos a los grandes...”.

“Sagatara”, como sabemos, era su alter-ego. El más conocido autorretrato del pintor lleva, entre paréntesis, el de aquel enigmático personaje, de quien hizo también una escultura y puso a la cabeza del reino marino de Dathdalía en “O-Yarkandal”. Claudia Lars, que tan profundamente conocía el alma de su viejo amigo, le enviaba misivas desde México (1944), San Salvador (1947 y 1953) y Guatemala (1955 y 1957) diciéndole sin pudor “Mi Saga del alma”, “Saga queridísimo” o “Eur Alas Sagatara”, aceptando las derivaciones del método cabalístico que Salarrué tomara, con probabilidad, del notarikon hebreo.

Fechada en San Salvador el 9 de enero de 1954, Claudia redacta una carta en la que comunica a su amigo la urgencia de ubicar a Gabriela Mistral en Long Island, tras de lo cual le declara: “Bueno, mi Eur Alas Sagatara. Aquí en su tierra de sol se piensa en usted como en el mágico narrador de un tiempo ido... Los artistas jóvenes están llenos de ideas políticas, pero hay algunos puros y encendidos”. Líneas reveladoras. La poeta contrapone la magia y la pureza a la confusión reinante en el país, implicando la nostalgia por el amigo que ahora tiene un trabajo (Agregado Cultural) y un amor furtivo (Leonora Nichols) en Nueva York.

Quizá, pues, cometamos un error mayúsculo con el artista —y una grave injusticia con el hombre— al exigir hoy a Salarrué, frente a los acontecimientos históricos de su tiempo, una mirada distinta a la que podía proveerle su natural párvulo e intimista. La complexión espiritual, que desde luego se horrorizaba ante el mal, no ofrecía al creador la energía del combate. Y la pedestre necesidad de vivir dignamente (urgencia que sí le turbaba), obligaba al padre de familia a hacer humillantes requiebros al poder. Me ocuparé de ello la próxima semana.