Las desapariciones forzadas o involuntarias de personas en El Salvador, nunca dejaré de machacarlo, pronto cumplirán quizás un siglo de consumarse. Según demanda admitida por la Sala de lo Constitucional, ocurren al menos desde enero de 1932 cuando iniciaba la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez con el baño de sangre perpetrado entonces. Y continúan. Las ordenan mentes malévolas y desalmadas existentes dentro de la administración estatal o en el llamado “bajo mundo”; es decir, la criminalidad establecida alrededor del “narco” o de otras de sus manifestaciones entre las cuales han destacado las maras. Y cuando las materializa el Estado como “política pública” clandestina debemos agregarlo a dichas organizaciones mafiosas pues, siendo parte de una estrategia para reprimir o eliminar a sus “enemigos”, se convierte en un aparato organizado de poder cruel y despiadado que viola derechos humanos de quienes ‒ejerciendo ciudadanía de forma colectiva o individual‒ cuestionan, denuncian y se rebelan contra la injusticia.

La anterior dictadura salvadoreña comenzó a impulsarlas sistemáticamente, con motivación política, a partir del 30 de julio de 1975. Ese día, siendo presidente fraudulento el coronel Arturo Armando Molina, fue masacrada en nuestra ciudad capital una protesta estudiantil que acompañaba el pueblo solidario. Según el Socorro Jurídico del Arzobispado de San Salvador, además de las víctimas mortales y lesionadas, las fuerzas represivas desaparecieron siete estudiantes de la Universidad de El Salvador. Puede que hayan sido más. Antes, de 1966 a esa fecha, dicho organismo registraba únicamente la detención y desaparición de igual número de personas. Ya en agosto de 1978, monseñor Óscar Romero denunció “99 casos bien analizados” de esos delitos contra la humanidad. Y en adelante, sobre todo entre 1980 y 1981, no pararon de sumarse otros hasta que acabó la guerra.

Se habla de 8000, pero seguro también son más al considerar que mucha gente –sobre todo en el campo, donde fue más terrible la represión– no sabía que existía dicha oficina ni otras organizaciones defensoras de derechos humanos surgidas a lo largo de la segunda mitad de la década de 1970; tampoco debemos descartar, con sobrada razón, que mucha gente no denunciaba por miedo a ser una víctima más en el listado. Asimismo, la guerrilla también tiene cuentas que saldar.

Durante la posguerra, principalmente a partir del 2000, las desapariciones de personas a manos de las maras se incrementaron tras la tregua “secreta” del presidente Francisco Flores con estas y otras expresiones de la criminalidad de la época, pactada entre finales de 1999 e inicios del 2000; la misma se rompió por motivos electoreros en el 2003, cuando Flores le declaró la “guerra” a las primeras. Así, el accionar pandilleril creció. El Comité Internacional de la Cruz Roja da cuenta de alrededor de 18 000 víctimas de ese flagelo entre el 2005 y el 2019. En una publicación de la Fundación de Estudios para la Aplicación del Derecho (FESPAD), con datos del Observatorio Universitario de Derechos Humanos, se reportan más de 6000 denuncias de personas desaparecidas entre junio del 2019 y junio del 2021; esto es, durante los dos primeros años del Gobierno constitucional de Nayib Bukele. Tanto en ese como en el inconstitucional, iniciado el presente año, la información sobre las cifras derivadas del terrorismo estatal se ha ido restringiendo hasta llegar al total ocultamiento actual.

En noviembre del año pasado me publicaron una columna de opinión que titulé “Los armandos”, por ser Armando el segundo nombre tanto de Molina como de Bukele. Entonces no los comparé por esa casualidad, sino porque ambos trajeron al territorio nacional el concurso Miss Universo; así, montaron “un espectáculo carísimo e innecesario para el bienestar de sus mayorías populares” con un evidente propósito: “exhibir una imagen falsa de país, tendiente a ocultar la situación real de estas”. O sea, su entorno de “pobreza y exclusión” junto a “la pérdida de empleos” y “la falta de oportunidades”, la existencia de presos políticos y demás violaciones de derechos humanos así como la huida de mucha gente al exterior.

Hoy agrego otras similitudes: su tirria contra la Universidad de El Salvador, nuestra alma mater, y el costoso uso de helicópteros para movilizarse. Por cierto, como en Argentina y los “vuelos de la muerte” durante su último ciclo de despotismo militar, acá también ocuparon esas aeronaves para lanzar al mar personas consideradas “enemigas” y así desaparecerlas. Añádanle que, tanto la de Molina como la actual de Bukele deben considerarse presidencias totalitarias. Y durante los más de cinco años del segundo en el poder, hay denuncias de desapariciones forzadas ejecutadas por agentes estatales. ¿Coincidirán también en su incremento? ¿Usarán algún helicóptero para ello? Ojo: de 1975 en adelante se chapodó el camino hacia la guerra. ¡No tropecemos con la misma piedra!