El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, define el discernir como “Distinguir algo de otra cosa, señalando la diferencia que hay entre ellas. Comúnmente se refiere a operaciones del ánimo”. No me dijo mucho esta definición; para ser sincero nada, como no sea lo elemental entre tantos sinónimos. Faltó allí la inventiva del escritor, también académico, don Arturo Pérez-Reverte, más situado en el mundo real, que en el de los claustros, cualesquiera que ellos fueren. Para el mundo judeocristiano el discernimiento tiene otro alcance, aunque también comprende distinguir una cosa de otra, siendo esto último un mero requisito del discernimiento.

Discernir es mucho más que separar lo cierto de lo erróneo, la verdad sobre la mentira, el bien del mal, la materia del espíritu. En el Pentateuco o la Torá para los judíos, se encuentran varias menciones del discernir en momentos álgidos de una situación. Y en el primer concilio cristiano, llamado también el Concilio de Jerusalén ( por la segunda mitad del siglo I) dos interpretaciones pastorales se enfrentaron entre los discípulos del Cristo, la de San Pablo quien predicaba preferentemente hacia los “gentiles” o no judíos, y la de Santiago que predicaba con mayor énfasis entre los judíos, de donde él mismo provenía. El hecho es que ante la peligrosa tensión que había surgido sobre aplicar o no la ley de Moisés a los gentiles convertidos (entre otros preceptos la obligación de circuncidarse) y quienes afirmaban que sí.

Este fue el sentido de la convocatoria a Jerusalén; discernir sobre este tema y evitar una división en la naciente iglesia. Para los judeocristianos discernir es reunirse en la presencia del Espíritu Santo para llegar a la verdad, dilucidar el conflicto despojándose cada uno de sus razonamientos preconcebidos para encontrar en el consenso la verdad, no como fruto de una votación donde se impone la mayoría, dejando vencedores y vencidos, sino el convencimiento de lo acordado como lo más adecuado, luego de la libre y honesta deliberación.

Y se logró, nació realmente el cristianismo en ese Concilio, y Pablo y Santiago asumieron lo acordado, atendieron el llamado de la iglesia de Jerusalén (la asamblea de creyentes junto a su obispo Pedro) sin un vencedor y un vencido, y allí surgió el cristianismo como religión universal, separada del judaísmo.

No tengo la preparación para exponer sobre estos temas, pero si la buena intención y la curiosidad histórica por madurar mi fe. Lo que me hace compartir con el lector la inquietud no solo por nuestra Iglesia común, hoy sometida a las misma tensiones y conflictos como los del año I de nuestra era, que se intentan dilucidar, algunos de ellos, en el próximo Sínodo de Obispos convocado para el mes de octubre, con un solo tema: “la Iglesia sinodal”. A esperar que, a la luz del discernimiento de sus integrantes, bajo la invocación del Espíritu Santo, retomamos la esencia del ser cristiano.

¿Qué podemos aprender, interiorizar, asumir, los creyentes y no creyentes del discernimiento en el sentido expuesto, para aplicar la toma de decisiones en la vida política? Es evidente que mucho. Porque inmersos como nos encontramos a nivel mundial desde El Salvador, Venezuela , Estados Unidos, Rusia, Panamá, Siria y en cada uno de los países existentes con incontrolables crisis de convivencia y seguridad, y a pesar de las continuas reuniones, convenciones, pactos, firmas de documentos, nuevas constituciones, no hemos podido alcanzar una relativa paz interna que nos permita compartir un mismo objetivo. No obstante, como en nuestro caso, hablar un mismo idioma, estar sometido a un mismo cuerpo legal y sistema económico. El desprenderse, pues, de posturas preconcebidas, disponerse a escuchar al otro, asumir el conflicto para solucionarlo y determinar el objetivo, se nos impone para sobrevivir y darle continuidad a la especie humana. De lo contrario, el mundo queda a disposición de los Putin, los Chávez, los Kim Jong-Un, y cuanto autócrata ande por el mundo acumulando víctimas, egos y riquezas.