Cuando escucho que alguien dice: “Esta película está aburrida”, me da mucha tristeza. Prefiero escuchar que digan la película es mala, pues en ese caso entiendo que están valorando más que solo la historia. Hago este comentario porque estoy en modo “cine”, pues ya se siente en el ambiente la época de premios: SAG, BAFTA, Globos de Oro, Oscar, etc.

En el esfuerzo ciclópeo de hacer cine no basta con solo una buena historia, incluso las actuaciones (pieza fundamental incluso hasta en una película intrascendental) muchas veces pueden pasar a segundo plano cuando entendemos que tenemos otras cosas que observar y en las cuales deleitarnos: escenografía, fotografía, cinematografía, decorado, vestuario, la música o banda sonora, hasta los efectos especiales por computadora a pesar de su total artificialidad. Y la edición, por favor, la edición. El producto final que usted ve en la pantalla es gracias a esos genios que arman todo el material que les vacían en su escritorio (o en su disco duro), y le dan un sentido preciso, lógico, entretenido, interesante y hermoso.

Podría pasar hablando de cine tanto, que me volvería loco del puro éxtasis, pero quiero que me entiendan que, a la hora de ver una película, deben de observar cada una de esas particularidades que la componen.

Estas últimas tres semanas que estuve de vacaciones quise dedicar un par de horas en la mañana, y otro tanto en la noche, a ver una película por cada bloque horario. Hubo días que vi una o dos más, incluso. Al final terminé viendo 34 películas. Nunca había hecho una locura de esas, como adolescente en vacaciones de fin de año escolar, pero lo disfruté al máximo.

Hay piezas que son puras obras de arte. Cómo no ponerse de pie al terminar Maestro o terminar odiando a los blancos en Los asesinos de la luna. Dejarse asombrar por el pugilato de dos grandes actuaciones en una larga tensión interminable de personalidades opuestas como en El faro, o en la magistral La conferencia, una que he clasificado entre las 10 mejores películas que he visto en mi vida, no solo por el tema del exterminio de judíos en la época nazi y la puesta en escena de la reunión en que se tomó semejante decisión, sino por las actuaciones perfectas de cada actor.
Hay películas que igual tienen buenas actuaciones, pero se quedan cortas como en Lo que arde con el fuego o Dejar el mundo atrás, que deja más preguntas que respuestas, y la que fue un buen intento, pero murió en el camino, My policeman.

Películas biográficas o documentales serios que hablan de grandes personajes como Sweetwather, el primer basquetbolista negro en la NBA, o el heroísmo de los bielorrusos contra los alemanes en Hasta el límite del honor, o más reciente, el triunfo de la perseverancia en medio de lo peor de la humanidad en Las nadadoras.

Disfruté tanto la biografía de María Félix la diva eterna, como el documental de El equipo redentor, que le devolvió la medalla de oro olímpica a los EE. UU. Incluso me absorbió Selena Gómez: mi mente y yo, y lo terriblemente difícil que es la vida de las divas juveniles; y sin dudar la insultante verdad detrás de los muros de un campamento militar en Texas, en el cual se han cometido muchos delitos contra los reclutas en Yo soy Vanessa Guillén, crímenes que han quedado sin investigar.

Wonka, un mal intento, a pesar de la tierna actuación de Thimotée Chalemet, o la refrescante aparición del intérprete de Aquaman en El país de los sueños, que se quedó corta en cuanto a aventuras, y hasta la fallida imitación de Harry Poter, La escuela del bien y el mal, no dejaron de darme momentos de alucinante fantasía.

Siempre es satisfactorio ver el cine latinoamericano y sus intentos por producir buenas obras como Un crimen argentino, la austera El norte al vacío, que nos cuenta una vez más del infierno que se vive en México, y la chistosa peruana Busco novia.

Después de esta maratón del séptimo arte, no puedo sino confirmar: ¡qué viva el cine!, y que se vengan las premiaciones.