Transcurrieron 15 días, casi, para que el llamado Tribunal Supremo Electoral (TSE) entregara los resultados firmes de las elecciones presidenciales y legislativas del recién pasado domingo 4 de febrero. Firmes porque, según este, son definitivos; no por certeros y serios. En el mejor de los casos son altamente dudosos y –por tanto– merecedores de una buena revisión, sin dados cargados ni matonerías bajeras. Esto cae por su propio peso; también que ese ente encargado de organizar y velar por el buen desarrollo de dichos eventos, más que tribunal resultó ser una camarilla venal. No su mayoría de integrantes, pues tres magistradas y un magistrado suplentes se salvan tras negarse a ser parte de la rapiña orquestada por tres magistrados y una magistrada titulares; esta presidió esa vergonzosa bufonada, que para sus responsables no parece ser vergonzante.

Con tal desempeño, condenable sin duda, lo “supremo” de su misión terminó devanado en el charco de la degradación al consumarse unas votaciones fraudulentas nunca vistas durante las más de tres décadas de posguerra. Dicha estafa no empezó a forjarse el miércoles 6 de septiembre del 2023, cuando convocaron para su realización. No. Arrancó el sábado 1 de mayo del 2021 al instalarse una Asamblea Legislativa copada por el partido bukeleano; este desmanteló sumisamente, ese mismo día, la Sala de lo Constitucional integrada de manera legal y legítima para imponer cinco personajes incondicionales al oficialismo. Ello, en función de –entre otras marrullerías– allanar el camino de una improcedente reelección.

Aunque, pensándolo bien, esta monumental farsa comenzó a fraguarse antes. Sí. Cuando, según las evidencias crecientes, Bukele pactó con las maras a fin de obtener esa mayoría calificada parlamentaria tan útil para sus retorcidas maquinaciones autoritarias. En tales condiciones, en aquel nefasto sábado igualmente colocó al frente de la Fiscalía General de la República a quien -mediante sus delegados y delegadas- “vigilaría” el proceso electoral para permitir que la balanza se inclinara del lado de quien, en la práctica, no ha tenido empacho en darle órdenes públicamente.

Y, en adelante, la camándula de “vivianadas” se alargó para arrasar en las urnas; para, como dijo un eufórico Bukele cuando apenas comenzaban a contar papeletas, pulverizar a la oposición. Reformaron la normativa respectiva que prohibía su modificación durante el año previo a una votación, cambiaron la fórmula para la asignación de curules, redujeron el número de estas e hicieron otra cantidad de chanchadas en función -siempre- de favorecer al partido Nuevas Ideas.

La Misión de Observación Electoral de la Organización de los Estados Americanos en El Salvador (MOE-OEA), informó preliminarmente sobre lo ocurrido. En conferencia de prensa, su jefa señaló cuatro largos y gruesos “pelos en la sopa”: efectuar los comicios en medio de un prolongadísimo régimen de “excepción” -hecho inédito tras la guerra- y la cuestionada reelección presidencial inmediata; también el desequilibrio del financiamiento partidista y, como lo consigné, las modificaciones de las “reglas del juego” a menos de un año del evento. Todo eso no contribuyó, según la MOE-OEA y medio mundo, a generar “un escenario ideal de certeza en la contienda”.

Y en un comunicado posterior reciente, el organismo regional criticó el desempeño del –con minúsculas y comillas– “tribunal supremo electoral”, los procesos de revisión en las mesas a la hora de contar los votos, el desbalance en el número de vigilantes por la abrumadora superioridad del partido gobernante y los ataques a la prensa. Además, denunció y rechazó “enérgicamente” la obstaculización del trabajo de una de sus observadoras.

Con lo anterior y más, a nadie debería extrañar el alto porcentaje de votos que –cierto o no– logró Bukele: 88.3 %. Pero, más allá de eso, hay que destacar su logro incuestionable: ingresar al exclusivo e indecente “club” de candidatos que también “pulverizaron” a sus rivales -cuando los hubo- para tomar el poder total. Primero está el anterior dictador, general Maximiliano Hernández Martínez, con el 100 %; lo sigue el teniente coronel Julio Adalberto Rivera que, siendo candidato único, lo igualó; luego están el general Salvador Castaneda Castro, con el 99.7, y el teniente coronel José María Lemus con un 96.4. Todos militares que superan, proporcionalmente, la “victoria” de Bukele siendo el único candidato inconstitucional en una desnivelada competición.

Quién sabe cómo se nos viene el futuro. Parece que bastante mal, pero evitar lo peor dependerá de una población jodida históricamente y ahora de nuevo manipulada; ojalá pronto descubra el rostro real del, a partir del primer día de junio próximo, siguiente dictador salvadoreño. Dependerá, para bien, si logramos pasar de la indignación sentida a la organización debida y así iniciar la acción decidida. Si no, a 52 años del fraude electoral perpetrado el domingo 20 febrero de 1972, que Dios nos coja también... pero confesados.