En la madrugada del 3 de diciembre de 1931, el presidente Arturo Araujo logró evadir el cerco que le habían tendido sus enemigos y escapó a bordo de un vehículo blindado mientras las balas caían a su alrededor. La noche previa, los habitantes de San Salvador habían despertado por las explosiones y tiroteos que se producían en diversos puntos de la ciudad. Aunque su apresurada salida de Casa Presidencial señala el dramático final de su breve periodo al frente del país, muchas de las razones que produjeron su derrocamiento todavía permanecen en la sombra.
En su libro "La caída del presidente Araujo. 1931. Autoritarismo y crisis de endeudamiento interno" (UEES, 2024), Roberto Valdés Valle advierte que los análisis predominantes sobre el derrocamiento de Araujo han evitado examinar las causas específicas de este evento. En cambio, han preferido interpretar el golpe principalmente como un antecedente de las sublevaciones populares de enero de 1932 que fueron duramente reprimidas por las fuerzas militares. Algunos, inclusive, han considerado a Araujo como un demócrata traicionado por la oligarquía y el apetito de poder de su vicepresidente, el general Maximiliano Hernández Martínez.
Dos años después del crac financiero de la bolsa de Nueva York, la situación de El Salvador era lo suficientemente complicada como para que, casi cien años después, intentemos extraer conclusiones apresuradas. La crisis golpeaba a ricos y pobres. Los grandes caficultores buscaron apoyo financiero, pero se enfrentaron con que los bancos restringieron el crédito y presionaron para que las deudas existentes fueran saldadas. La contracción económica agravó las precarias condiciones de vida de campesinos pobres y trabajadores indígenas, muchos de los cuales quedaron sin ingresos.
En ese contexto de creciente tensión social, 48 horas después de la inauguración presidencial, en marzo de 1931, una masiva manifestación de campesinos y obreros se congregó frente a la Casa Presidencial para exigirle a Araujo el cumplimiento de sus promesas de campaña.
El papel de los militares en el derrocamiento es uno de los asuntos que ha llamado más la atención de los investigadores. Aunque suele decirse que el atraso en el pago de sus salarios fue uno de los detonantes, a la hora del golpe Araujo tenía leales dentro del ejército. El asalto a la Casa Presidencial no fue un paseo de campo, sino una verdadera carnicería que dejó bajas entre militares y civiles.
Como lo revela una poco conocida investigación periodística del diario Patria, publicada el 4 de diciembre de aquel año, uno de los leales a Araujo era el general Tomás Calderón. De hecho, cuando el Primer Regimiento de Infantería asaltó la Casa Presidencial, el capitán a cargo del operativo recibió una llamada de Calderón intentando persuadirlo con amenazas y ofrecimientos de amnistía para que desistiera de su propósito de derrocar al presidente.
Entre todas las crisis presentes en aquella fecha, hay una en la que pocos han profundizado: la crisis de endeudamiento externo, cuyos antecedentes se remontan a muchos años atrás. El Salvador contrajo su primera obligación financiera en 1839, cuando el país asumió una porción de la deuda de la Federación Centroamericana con banqueros británicos. Esta deuda fue seguida por una espiral de nuevas deudas e incumplimientos de pago.
De acuerdo con Valdés Valle, el derrocamiento de Araujo se explica fundamentalmente por dos factores: por un lado, la falta de transparencia en su gestión para contratar un nuevo empréstito internacional; por otro, su tendencia al autoritarismo. Estas tensiones se desarrollaron en un escenario nacional e internacional particularmente adverso. Resulta paradójico que estas características definieran el breve mandato de quien era el primer presidente electo democráticamente en El Salvador durante el siglo XX.