Tras almorzar con mi amigo concluimos que no somos turistas en tierra propia y que los dueños de los negocios abusivamente demasiado se han disparado con los precios porque asumen que todo mundo anda con dólares. A favor del lugar que visitamos está el hecho que en ningún momento nos obligaron a entrar, aunque como era servicio a la vista, tampoco conocíamos los precios hasta que nos cobraron. La Dirección de la Defensoría del Consumidor debe, al menos, obligar a este tipo de negocios a mostrar a los clientes los precios.
Los cambios en el centro histórico han dejado a los no turistas y a los turistas mismos sin opciones. No hay alternativas y obligadamente hay que acudir a un lugar suntuoso (dispuesto a gastar sin sentirse estafado) o a un restaurante “económico” donde el refresco cuesta casi tres dólares y una empanada más de un dólar.
Es obvio que los comercios o negocios autorizados en las cuadras del Centro Histórico se están aprovechando de la plusvalía, la fuerza turística de la zona y de la falta de competencia popular, pero no son los únicos. Los supermercados y algunas “tiendas de la esquina” también han sabido sacarle provecho a la coyuntura. Hace algunos años la señora de una tienda cercana a la universidad donde imparto clases me decía que a los productos les aumentaba entre cinco y veinticinco centavos de dólar porque tenía que sacar el dinero que les daba a los pandilleros que la extorsionaban. Los mareros que la extorsionaban están presos desde hace más de dos años, pero ella mantiene los precios y a algunos productos hasta les ha incrementado el valor, porque según ella sus clientes ya se acostumbraron.
En los supermercados casi todo es más caro. Las frutas y verduras presentan precios exponenciales, el doble o el triple del valor en los mercados municipales. Una pasta de diente que en un mercado cuesta un dólar, en un supermercado cuesta $1.30, pero eso sí, cuando la ponen en oferta llega a valer hasta $1.15 (¡jajaja!). No hay control estatal en los precios y en lo personal creo que, sin que haya “intervencionismo”, el Ministerio de Economía y la Defensoría del Consumidor deben regular los precios, parecido a lo que se hace con los combustibles.
El Estado debe crear un mecanismo legal y congruente con nuestra realidad para evitar los abusos de quienes solo buscan su bien individual o saciar sus ambiciones personales a costa de los demás. Obviamente hay lugares y productos suntuosos, pero igual nadie obliga a nadie a ir por un café a un hotel o una zona exclusiva, no obstante ni siquiera en estos lugares se debe permitir los abusos. Hace meses atendí a unos amigos extranjeros en un hotel y a uno de ellos se le ocurrió pedir una bebida gaseosa por la que pagó $10.00.
El abuso de los precios se ha generalizado. En Semana Santa del año pasado el agua de un coco costaba regularmente $3.00 cuando en época normal valía $1.00 pese a que los comerciantes compran a $30.00 o $35.00 el ciento de cocos. En un hotel de playa el agua de coco servida en vaso valía $5.00.
Las pupusas es otro ejemplo. Subió el precio de la harina y las pupuserías aprovecharon para incrementar los precios sin elevar la calidad del producto. Se normalizó el precio de la harina, pero las pupusas mantuvieron el alza a tal punto que muchos comensales se sienten timados por los precios desorbitantes, especialmente en lugares emblemáticos, como el pupusódromo de Olocuilta.
Los salvadoreños no tenemos cultura del ahorro y a veces somos dados a las apariencias. Por una marca compramos un producto caro y dejamos de comprar similar producto que vale la mitad o menos y es de mejor calidad. Esto último nos suele pasar con la vestimenta.
En fin, como buenos salvadoreños y personas inteligentes no permitamos que nos estafen con los precios altos. Exijamos una regulación y hagamos como hemos decidido con mi chero: No volver a visitar ese restaurante donde se han disparado con los precios. Comerciantes no abusen.
• Jaime Ulises Marinero/Periodista