Lo ocurrido en la explosiva década de 1970 y parte de la siguiente, lo viví intensamente; sobre los sucesos anteriores a estas, la historia me nutrió con su conocimiento. Como sea, hablo de casi dos siglos en los cuales destacan esos cinco eventos terribles ocurridos durante el primer mes del calendario anual respectivo, todos propios de una realidad injusta. Más allá de lo anecdótico de este dato, me interesa destacar tres denominadores comunes de dicho acontecimientos que anteriormente he considerado como tales: el hambre, la sangre y la impunidad.
El hambre invariablemente aguantado por una población obligada a enfrentar una y otra vez la iniquidad estructural en condiciones desfavorables, la sangre derramada en recurrentes y desventajosos intentos por desatarse ese yugo y la impunidad oficial protectora de los ejecutores de dichas atrocidades. Ahora me referiré a esta última. También lo he hecho antes, pero en esta ocasión pretendo enfocarla desde el desperdicio de tres oportunidades notables para superarla y las consecuencias que hoy sufrimos por esas regadas.
La primera tuvo lugar tras la renuncia de Maximiliano Hernández Martínez, déspota del siglo pasado. Lo ocurrido de punta a punta en los trece años y meses que duró el “martiniato”, comenzando por la matanza de 1932 y culminando con los fusilamientos de abril de 1944, no fue enfrentado y castigado por la justicia. Sus responsables se libraron de esta, primero con una amnistía rubricada por este general golpista; así fue “presidente” convertido en tirano. Luego, tras la renuncia de este, por la continuidad de los militares al frente del aparato estatal que ‒no obstante haber perdido las elecciones presidenciales en 1972 y 1977‒ siguieron gobernando por la fuerza. No hubo, pues, justicia para las víctimas.
El segundo chance también fue desaprovechado. Inmediatamente después del golpe de Estado del 15 de octubre de 1979, la primera Junta Revolucionaria de Gobierno creó una comisión especial para buscar personas detenidas y desaparecidas por razones políticas. Tres abogados la integraron: Roberto Lara Velado, Luis Alonso Posada y el fiscal general Roberto Suárez Suay. Su labor fue impecable y encomiable, esencialmente por haberla desarrollado sin mayores recursos y conocimientos tanto teóricos como prácticos; pero les sobraba ética, rectitud y valor.
En su informe incluyeron nombres de víctimas cuyos restos humanos encontraron y la ubicación de varias cárceles clandestinas. Arriesgando sus vidas, recomendaron juzgar al presidente derrocado ‒el general Romero‒ y a su antecesor, el coronel Molina; también a los exdirectores y subdirectores de los cuerpos represivos. Los integrantes de esta comisión especial renunciaron finalizando 1979, tras el giro de 180 grados que dio ese prometedor proceso del todo desnaturalizado. Su desempeño no solo incomodó a militares responsables de graves violaciones de derechos humanos; también a sus amos ricachones que los utilizaban para mantener el terror fascista a su favor.
Así las cosas, se desperdició la posibilidad de evitar la guerra iniciada en enero de 1981. Tras esta, las partes beligerantes acordaron superar la impunidad partiendo del juzgamiento de los perpetradores de la barbarie ocurrida durante más de una década. Pero no cumplieron; mejor se amnistiaron. Esa fue la tercera y mayor cagada.
Ciertamente, no se trata solo de aplicar la ley sino de hacer justicia. Acá, lo primero ocurre históricamente dependiendo quién es el victimario y quién la víctima; por tanto, lo segundo es ficción. Una sociedad que no combate y destierra la impunidad de su seno ‒aseguró Luis Pérez Aguirre hace tres décadas‒ “se está haciendo un harakiri político, está transitando por un despeñadero hacia una suerte de suicidio ético y social”. Eso es lo que ha ocurrido acá y se está profundizando con un “bukelato” haciendo lo que está haciendo con total impunidad. Y buena parte de nuestra población no solo se queda viendo, sino que hasta está aplaudiendo.