El hijo de los dioses vio la luz de la luna a medianoche. Su nacimiento, milagrosamente, a pesar de que María era primeriza, fue indoloro. Mi rey, le dijo María, al posar su mirada dulce e intensa, sobre la cara y el cuerpo de su hijo. Eres varón y reinarás en esta tierra de gusanos y chacales, lo pensó, pero no lo dijo. María se sentía liviana, como levitando. La exaltación del momento de la maternidad, la había dejado maravillosamente embelesada, se le dificultaba respirar de la emoción. Nunca se había sentido tan llena, pero al mismo tiempo tan vulnerable y temerosa del futuro. Sus ojos, húmedos, anunciaban lágrimas retenidas. Su madre estaba próxima, y sentía temor de ser o parecer débil ante ella. No quiero llorar, pensó. El bebe lloraba con fuerza, con un tono similar como cuando se succiona un pecho. Era llanto de hambre. Esa hambre primitiva que todos y todas llevamos para siempre, consciente o inconscientemente. Esa hambre que busca el arrullo, el calor y la seguridad de unos brazos. Esa hambre de leche y amor.

Ponte ese niño al pecho, María, le gritó su madre. No quiero despertar al vecindario, Que ya sabes que los escándalos en estos tiempos son peligrosos. La gente lugareña vivía aparentemente bien. En tiempos recientes, el gobierno había impuesto ejercicios militares para mantener el orden y la seguridad de las comunidades. La presencia constante de armas en sus comunidades no era usual, y aunque los malos habían huido del lugar, los lugareños no se sentían del todo seguros. Es como tener a tu suegra vigilándote cada minuto del día, decía don Joaquín, y vos con el culo al aire. Hasta los pensamientos te hurgan.

Don Joaquín era un abuelo cariñoso, a falta de padre del hijo de los dioses, él se sentía con la obligación de aportar esa figura paterna en la formación del recién nacido. En cada familia, siempre existe la necesidad de un hombre, solía decir. Hombre recio, chapado a la antigua, de manos callosas y rostro arrugado por el sol. Sus ojos, de color fuerte café oscuro, exhalaban amor cuando veía a su hija amamantando a su nieto. Y aunque no lo decía, porque sentir no es de machos, su corazón se agrandaba y hasta dolía de amor por ese niño. En ocasiones hasta la mirada se le nublaba de la emoción. Como quiero esa criatura, dios santo, pensaba.

Y el tiempo pasó. Los vientos de octubre y noviembre que llegaban cada año levantaron muchas crestas en esas olas hermosas y elegantes en la playa que vio nacer al hijo de los dioses. Ese ambiente sereno y tranquilo, con el sonido relajante de las olas rompiendo en la orilla. Y en esa misma playa aprendió a caminar y a jugar con las olas. Al igual que a su madre, al hijo de los dioses le gustaba caminar sobre la arena. Esa arena cálida, áspera y negra de volcán, que engullía sus pies, acariciándolos. Cada mañana, al despertar pensaba en el atardecer de ese día. Su caminata por la playa, de la mano de su madre, era el máximo placer que encontraba en su vida. Sus ojos, limpios y alegres, admiraban el elegante vaivén del caminar de esa mujer, muchas veces, voluntariamente retrasándose, para poder admirarla contra el ocaso del sol.

Su madre y el sol eran sus deidades, sus lugares de luz y de oscuridad, y a esa edad ya sabía lo importante que eran para su vida y felicidad. Esas tardes, el hijo de los dioses, hablaba sin parar, imponiendo preguntas tan complejas que a su madre se le dificultaba responder. Desde muy temprano, el niño había demostrado una inteligencia inusual. Con un enfoque metódico y capacidad para abordar problemas complejos, había demostrado un profundo interés en la naturaleza y en cuestiones espirituales. María sabía que la oferta educacional en esa zona costera del país era limitada. La falta de infraestructura y la limitada capacidad docente eran serias barreras para el desarrollo educativo adecuado del hijo de los dioses. Ella sabía que su hijo debía salir de ese lugar para poder reinar en esa tierra de gusanos y chacales.