El 31 de octubre de 1983 viaje a México; entonces inició mi aventura en aquel país hasta el 5 de enero de 1992. Esa estancia fuera de nuestras fronteras duró exactamente ocho años, dos meses y cinco días. Fue una especie de “autoexilio”, tras verme obligado a ello por motivos de fuerza mayor: no me miraban con “buenos ojos” ni me quería ninguno de los bandos que habían iniciado el conflicto en enero de 1981, cuando el décimo día de ese mes arrancó la primera gran ofensiva insurgente contra la dictadura. Durante la década anterior se había desatado la “guerra sucia” impulsada por esta en perjuicio de la población, fuera opositora real o supuesta; también la guerra de guerrillas, mucho antes de que las organizaciones rebeldes anunciaran la creación del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.
Salí entonces casi con “una mano adelante y otra atrás”, llevando conmigo apenas cien dólares estadounidenses generosamente donados por mi padre. Dejaba a mi hija de casi cuatro años y su madre; me junté de nuevo con ambas allá en el entonces Distrito Federal, para habitar durante unos meses –a partir de abril de 1983– un cuartito que nos prestó una familia solidaria de compatriotas que también había sido forzada a abandonar El Salvador por la persecución política. Luego nos mudamos a un apartamento, en una de las colonias de caché de la ahora Ciudad de México; este nos fue prestado por una pareja de jóvenes mexicanos comprometidos con las causas populares en Centroamérica.
Nos sentábamos a comer en periódicos alrededor de una mesa sencilla; también dormíamos sobre viejas ediciones del “Excélsior” y “El Día”, entre otros. Además de no tener muebles, tampoco tenía un ingreso formal. El segundo amigo que conocí, un verdadero “chilango”, me apoyó regularizando mi situación migratoria tras matricularme en la Universidad Nacional Autónoma de México –la UNAM– para estudiar la carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública. Con este nos repartíamos la mitad de los 150 dólares que mensualmente le pagaban por atender a quienes llegaban a la “sucursal” del Socorro Jurídico Cristiano, instalado en el Centro Universitario Cultural de la Orden de Predicadores de la Provincia de Santiago; léase, los frailes dominicos. Era un futbolista empedernido que me llevó a jugar con el equipo del Cerro El Judío, en el torneo amateur en el cual participaba. Pero seguía sin un trabajo estable que me permitiera mantener a mi familia.
Fray Gonzalo Balderas Vega fue el primer amigo que conocí allá; me lo presentó mi cuñada al siguiente día de mi llegada y quedé a su merced, pues ella se fue enseguida tras los pasos de su esposo y sus hijos que ya estaban en Nicaragua. Al observar mi situación, este teólogo poblano me animó a elaborar un proyecto de investigación sobre la realidad de las personas salvadoreñas y guatemaltecas refugiadas en México con o sin estatus migratorio. Su idea era que se lo presentáramos a fray Miguel Concha Malo, presidente de la Comisión de Justicia y Paz de su congregación.
Dicho y hecho, pero la respuesta fue negativa: no había recursos para financiar dicha iniciativa. Sin embargo, nos contó que el Consejo de Provincia había aprobado otro proyecto: el del Centro de Derechos Humanos “Fray Francisco de Vitoria”.
“Consigan dinero para eso”, nos dijo. Así fue que, ni cortos ni perezosos, logramos que el Consejo Mundial de Iglesias –presidido por el entrañable reverendo Charles Harper– nos donará un pequeño fondo con el que lo inauguramos hace 41 años; es decir, en noviembre de 1984.
Mi labor allá culminó con la elaboración del informe institucional de 1991 sobre la situación del país en la materia. Durante el primer trimestre de ese año, al buscar mi historial académico en la UNAM para comenzar a trabajar la tesis y graduarme, me di cuenta de que este había sido borrado por completo. Por medio de un amigo común, pude hablar con el subsecretario de Gobernación de la época; este me notificó la razón de tal “medida”: me había inmiscuido en asuntos internos mexicanos. Atrevido yo, le pregunté que por qué afirmaba eso, si no aparecía como parte del personal del “Vitoria” y nunca había brindado ninguna declaración ni firmado documento alguno sobre políticas gubernamentales. La respuesta fue contundente: “Seamos serios, somos adultos”.
Procedía entonces mi expulsión inmediata del país, con base en el artículo 33 constitucional. Pero por ser amigo de su amigo, hizo una excepción: podía quedarme un año como máximo mientras veía para dónde agarraba. Así llegué a la dirección del Instituto Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas. Pero eso ya no es parte de la historia del “Vitoria”.
