Mi piel esta delgada, y me doy cuenta. Y recuerdo amores y desamores, ambos importantes por igual. Tanto en el amor como en el desamor se crece, se aprende a ver la vida desde diferentes ópticas.

Amaneceres y atardeceres con sus matices y colores, que no dejan de sorprender. Porque no hay un amanecer o atardecer igual, todos y cada uno son diferentes, como los amores. Y es que es a través de estos amores y desamores que uno aprende a sentir la belleza de lo que la vida significa, con sus sonrisas y lágrimas. Porque es en esos momentos, tanto en la alegría como de tristeza, cuando escribimos sobre nuestra piel, esas palabras imborrables, que nos marcan por siempre, mientras dure nuestra existencia. Por ello, nuestra piel adelgaza cuando nos acercamos al crepúsculo, hermoso sí, pero nostálgico. Tardes mágicas y letárgicas, que nos hacen recordar. Si volviera a nacer buscaría el sol de tus ojos...en cada amanecer, dijo el poeta.

Era un julio 7 de un año cualquiera, me encontraba en la iglesia de Verona “Santa Anastasia”, imponente, majestuosa. Cubierta sus paredes de arte renacentista, su domo como un globo preñado de caprichosos ornamentos. ¿Cómo me siento? En paz. Cerca de la “nuova Borsa” en Verona, sobre la calle principal encuentro un hombre de origen árabe, sentado enfrente de un aparato de sonido, pretendiendo tocar la flauta...alguna gente le brinda su dinero, me hace reír...
Y yo mirándote, hablándote al oído.

Y tú, nerviosa, al escuchar mi contenido.

Y veo tus ojos, advierto tu respiración: lenta, profunda, en perfecta sincronización.

Y al final, el placer de tu boca que suda segrega, exigiendo un beso al intermezzo.

Tus pechos erguidos, en unísono encendidos, como esperándome...

Era Verona, la patria de Julieta, en una de mis madrugadas de recorrido solitario por sus calles. ¡Como gozo los amaneceres, siempre con un café!

Leyendo en la ventana de mis recuerdos, solo me queda decirte que te amo, te amo vida por ser lo que fuiste y lo que queda por vivir. Por la gente que me hiciste conocer, por sus sonrisas y las mías, sus lágrimas y las mías. Los momentos con amigos, especialmente aquellos que nunca ves pero que siempre sientes cerca. Pero también vida, gracias por aquellos momentos de soledad. Esos momentos tan necesarios para crecer.

No he escrito un poema desde ayer,
En que la lluvia nos entregó el amor,
Si todavía tengo tu olor,
Y me quema en el recuerdo de un fugaz anochecer.

Es mediodía en la Toscana, la voz de la iglesia me recuerda que son las doce. Después de dar varias vueltas, me doy cuenta de que son las dos y media, estoy esperando en la cola para ascender la torre del Mangia (una antigua torre medieval ubicada en la ciudad de Siena, una de las torres seculares más altas de la Italia medieval) y pensando en que me gusta “tocar solo”, una experiencia personal al procesar toda esta información que se percibe a través del sensorio. ¡Estoy ascendiendo! Como se rasga esa guitarra, con el lamento gitano, y la cueva donde nació...

Me encanta estar solo porque te extraño, porque al verte recuerdo tu veneno mortal que deja la existencia inexistente y los aires de amor se convierten en tormenta. Me encanta estar solo porque te pienso y te siento adentro y te veo en el infinito bello de la extrema ribera del monte. Sobre los techos de Siena me siento volar...

Mi piel esta delgada, pues mucho he escrito. Escritos de amor y desamor. Escritos de vida, de tarde y de noche.

Amanece ya,
Y te veo de la mano caminando,
En tu rostro un futuro,
En tus manos alegrías,
Un cielo azul de cada día.

Ahora comprendo. Ahora que pretendo conocer un poquito más de esta hermosa vida, aunque en realidad, sigo viéndola y sintiéndola igual. Con la misma pasión viviéndola, con la misma intensidad que viví aquel mi año, aquel mi encuentro, aquel mi pueblo de telares, y del violín de don Tancho. Si es que solo conozco una sola manera de vivir, y, es más, y con mi piel adelgazada, no quiero conocer otra.