El recién pasado 5 de enero cumplí 32 años de mi regreso a El Salvador, regresé al país tras una especie de autoexilio de ocho años, dos meses y cinco días en México. Por cierto, al final de este año conmemoraremos 40 de haber inaugurado -en el entonces Distrito Federal- el Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria. Me incluyo en el festejo y la alegría por venir pues junto con Gonzalo Balderas Vega, querido fraile dominico, lo fundamos; es de los primeros organismos sociales de defensa y promoción de derechos humanos en ese entrañable terruño. Tal experiencia fue formativa, provechosa, edificante, desafiante y hasta riesgosa pues terminé siendo “expulsado” de esa mi segunda patria por “meterme” en asuntos internos mexicanos siendo un “pinche” salvadoreño.

Durante ese período de mi intensa y ya prolongada existencia, fui testigo privilegiado de la solidaridad mexicana con el sufrimiento de nuestros pueblos centroamericanos; especialmente con el de las personas vulnerables que desde la región partían en busca de refugio, huyendo de la persecución política y demás atrocidades que en ese entorno tenían lugar. Acá ya había estallado -el 10 de enero de 1981-‒la guerra abierta que cesó el 16 de enero de 1992 con el llamado Acuerdo de paz de El Salvador, más conocido como el Acuerdo de Chapultepec.

Diez días antes comencé a dirigir el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (IDHUCA), cargo que ocupé hasta el 31 de enero del 2014; por ello, soy también testigo privilegiado de lo ocurrido durante la posguerra desde la perspectiva de esa labor que desempeñé por más de dos décadas. Enero, pues, tiene un enorme significado para nuestra comarca y para mí. Así las cosas, no admito que nadie -por muy encumbrado que se encuentre o se sienta- distorsione sin más y mucho menos niegue esa parte de nuestra historia nacional tan dolorosa pero a la vez tan creativa, retadora y esperanzadora.

Porque lo era, pero el camino hacia la paz se torció rápidamente. De la ilusión democrática que irrumpió en mentes y corazones dentro y fuera de nuestras fronteras hace 32 años, por las irresponsabilidades compartidas de los presidentes que mal administraron la cosa pública y hasta la llegada del actual al poder total poco a poco nos han situado en un escenario desde el que -cual convidados de piedra- contemplaremos y lamentaremos la coronación de la perversión autocrática. Ya se dio el primer paso firme en la ruta hacia la inconstitucional reelección presidencial: el sexto día del presente enero arrancó fuera de nuestro territorio la votación, muy cuestionable en su formato y organización, de la paisanada guanaca.

Volviendo la vista atrás, a partir de aquel 16 de enero de 1992 el panorama nacional se antojaba ventajoso al abrírsele las puertas a un mejor futuro. La regaron quienes no cumplieron sus compromisos asumidos cuando concertaron la paz, empezando por el que mandaba superar la impunidad sometiendo a la justicia a los “presuntos” responsables de las atrocidades ocurridas entre 1980 y 1991. También por devaluar la democratización del país, en lugar de fomentarla, y propiciar la polarización política en función de intereses espurios; polarización desde la que, entre sus oscuranas, terminó emergiendo el nuevo “mesías” destinado a “salvarnos”. Atrás quedaron Hernández Martínez, Molina, Duarte, Cristiani, Saca, Funes... revolcándose en sus cagadas. Por eso estamos hoy como estamos.

Viendo hacia adelante, a partir de este recién pasado 6 de enero -cuando arrancó la loca carrera por instaurar y afianzar la “N” de la nueva dictadura- el panorama nacional se antoja aún más tenebroso. Nunca dije, durante mis años en el IDHUCA y en los posteriores a estos, que anteriormente estuvimos bien. Al contrario, por tener para observar la realidad nacional el lente del respeto de los derechos humanos, desde que terminó la guerra siempre critiqué y denuncié las infortunadas actuaciones de las administraciones públicas que precedieron a esta. Pero nunca dejé de reconocer tres logros innegables y trascendentes: concluir el enfrentamiento armado, cesar las prácticas estatales sistemáticas contra los derechos humanos por razones políticas y comenzar a respetar pasaderamente las reglas del juego electoral.

Ahora la situación es por demás sombría, tirándole a cabrona. Su síntesis: militarización progresiva de la sociedad, violaciones graves de derechos humanos, empobrecimiento creciente de las mayorías populares e irrespeto patente de las reglas electorales. Ya recorrimos ese camino. Quienes queremos ser honestos con la realidad tenemos memoria y sabemos cuál es su destino. Ojo: en enero de 1932 se produjo la terrible matanza de población indígena y campesina; en enero de 1980 fuimos testigos de la mayor manifestación popular contra la dictadura. Ante la represión gubernamental, pues, la lucha popular. Así habla nuestra historia.