Escapad gente tierna porque esta tierra está enferma y no esperes mañana lo que no te dio ayer, que no hay nada que hacer. Así comienza el final de “Pueblo blanco”, el doloroso poema que Serrat escribió y musicalizó hace ya casi 50 años; ese fue su canto al desplazamiento de la población joven del campo español, rumbo a las ciudades en busca de mejores condiciones de vida. Lo mismo ha ocurrido acá en El Salvador y en sus países vecinos: Guatemala y Honduras. Se trata del abandono de sus tierras de origen huyendo de la muerte lenta, producto del sempiterno abandono por parte de las autoridades gubernamentales al no atender sus más elementales necesidades y negarles oportunidades para su desarrollo humano, como fundamento de una existencia digna.

Pero también esas juventudes, junto con mujeres y hombres de todas las edades, igualmente han sido forzadas a abandonar sus terruños para no ser víctimas de la muerte violenta, la cual siempre ha sido parte de las desgarradoras realidades que han predominado y predominan dentro del llamado “triángulo norte” centroamericano, en perjuicio de sus mayorías populares. Ello, a causa de las diversas variantes de autoritarismo, corrupción, criminalidad e impunidad impulsadas por los aparatos organizados de poder ‒sean estos formales, fácticos o coludidos entre sí‒ que han colocado al bien común en el último vagón del tren de la historia de la subregión.

Así las cosas, esas mayorías populares apenas sobreviven en medio de una realidad infernal donde la única esperanza que se asoma allá en la lejanía es alcanzar el “paraíso”, sobre todo en el norte del continente. Y se lanzan a la aventura riesgosa, porque entre el acá y el allá deben pasar por un enorme “purgatorio”. Por definición, entre sus diversas acepciones, este último es “cualquier lugar donde se pasan penalidades”. Y para la emigración chapina, catracha y guanaca ese lugar no es cualquiera; son los territorios mexicano y estadunidense, que deben atravesar antes de alcanzar su ansiada meta.

No es la primera ni la última, pero hace diez años fueron ejecutadas 72 personas que ‒por una u otra de las causas antes mencionadas‒ se dieron a la fuga de sus países de origen; en su mayoría de nuestros países. San Fernando, Tamaulipas, 22 de agosto del 2010; lugar y fecha de esa terrible masacre que aún sigue sin ser esclarecida plenamente y sin que todos sus responsables hayan sido castigados ejemplarmente. Desde que ocurrieron los hechos, al día de hoy se han efectuado quince detenciones pero no ha habido ninguna condena ni de narcotraficantes ni de agentes estatales que se sabe tuvieron participación.

Para entonces, las riendas del Ejecutivo estaban en manos de Álvaro Colom, Mauricio Funes y Porfirio Lobo. El primero de ellos llevaba poco más de dos años y medio en el cargo, dentro de una Guatemala donde la corrupción y los cárteles mexicanos reinaban con todas sus nefastas consecuencias; Colom y varios de sus funcionarios salieron salpicados de tal entorno y él mismo pasó unos meses en la cárcel. Funes en El Salvador acababa de iniciar su período y era el que más ilusionaba, pues llegó alzando la bandera de la esperanza ‒que mató‒ y el cambio ‒que nunca llegó‒ montado en la maquinaria electorera de la exguerrilla; desde septiembre del 2016 vive en Nicaragua protegido por la mafia “orteguista”, pendiendo sobre su cabeza acusaciones graves por corrupción y varias órdenes de captura. Y Lobo llegó a la presidencia en el 2009 como relevo del golpista Roberto Micheletti para mantener en Honduras la represión política, promover la corrupción policial y favorecer al narcotráfico.

Tétricos parajes distantes del sueño aún imposible como lo son unas democracias vibrantes y garantes del respeto de los derechos humanos, sobre todo allá donde son violados más gravemente y con mayor frecuencia: adonde habitan el dolor y la angustia que laceran a sus mayorías populares. Por eso siguen y seguirán saliendo principalmente, como sea y a pesar de lo que sea, sus juventudes eternamente abandonadas por los poderes formales y muchas veces coptadas por los poderes fácticos.

“Si yo pudiera unirme a un vuelo de palomas ‒de nuevo Serrat‒ y atravesando lomas dejar mi pueblo atrás, juro por lo que fui que me iría de aquí. Pero los muertos están en cautiverio… y no nos dejan salir del cementerio”. He allí quienes ya no pueden escapar de los “infiernos” guatemalteco, hondureño y salvadoreño; quienes, por haber sido sepultados en su tierra, nunca pasarán las “penalidades” del purgatorio mexicano y estadounidense.

De no cambiar tal estado de cosas, las “opciones” para esas juventudes seguirán siendo el entierro, el encierro o el destierro. Gobernante tras gobernante en estos nuestros países, han sido incapaces de transformar de raíz estas injustas realidades; solo hemos escuchado “cantos de sirena” y observado como levantan puros “castillos de arena”. Así, pues, no queda de otra: hay que sostener y ensanchar la organización de quienes logran “tomar el paraíso por asalto”, para que sean protagonistas allá de los cambios acá, así como la lucha ‒también organizada‒ de las familias de las víctimas en aquel terrible “purgatorio”.