Mi colega y gran amiga, Yoani Sánchez, tuvo el acierto de titular una reciente columna suya con una frase muy aguda: “Cuando veas a un dictador caer, pon tu tiranía en remojo”.



Refiriéndose a la relampagueante caída del dictador de Siria, Bashar al-Assad, no prevista para este año por los especialistas políticos en el Oriente Próximo, Yoani nos recuerda que quien “hasta hace pocas semanas parecía un hombre sólidamente atenazado al poder, que había logrado resistir una larga guerra civil y estaba comenzando a ser reinsertado en organismos internacionales..., pasó en apenas unas horas a escapar de sus palacios, subirse a un avión con su familia y terminar en Moscú”.

Y efectivamente, pese al apoyo —más moral que militar en los últimos tiempos— del Kremlin, y de contar con una muy cimentada historia de represor intolerante, al-Assad se vio obligado a huir de Damasco perdiendo el férreo control que tenía sobre su desgastado ejército y evaporando la imbatible popularidad que aseguraba poseer, pues en 2014 había sido reelegido con casi el 89% de los votos y en 2021, hace apenas tres años, con el abrumador respaldo del 95% de los asistentes a las urnas.



Esa increíble “popularidad”, claro, era una ficción. Al-Assad dominaba a fuerza de dinero la entera narrativa comunicacional de Siria y por medio de las armas mantenía a raya a la oposición, una buena parte de la cual terminó asesinada o encarcelada, en el exilio o integrándose a las filas rebeldes que decidieron en 2011 enfrentarse al tirano, dando inicioa a una guerra civil que llegó a rebasar los 13 años.

Habiendo heredado el poder de su padre, Hafez al-Assad (1930-2000), un militar de origen alauita (rama escindida del chiismo) que en 1970 le había asestado un golpe de Estado al gobernante de facto Salah Jadid —muerto más tarde en una prisión damascena—, Bashar también aprendió de su progenitor el complejo arte de la sobrevivencia política.

Antes del derrocamiento de Jadid, el testarudo Hafez había participado en otros dos golpes anteriores: uno en 1963, contra los miembros del partido Baaz que buscaban la democratización del país, y otro en 1966 para consolidar el dominio del partido Baʼth (una transliteración de la organización Árabe Socialista Baaz de la Rama Regional Siria). De esta manera, nadie le disputó seriamente el liderazgo hasta su fallecimiento, cosa que también esperaba lograr su vástago.

Sumando el casi cuarto de siglo que estuvo en el gobierno, Bashar al-Assad fue sin embargo el último eslabón de una cadena dictatorial iniciada en 1963, con la friolera de 61 años controlando las vidas de más de 23 millones de sirios. Inclusive fue el gran superviviente de la llamada Primavera Árabe, que entre 2010 y 2012 provocó la dimisión del Gral. Zine El Abidine Ben Ali en Túnez, la caída de Hosni Mubarak en Egipto, la renuncia de Alí Abdullah Salé en Yemen, la destitución del primer ministro Samir Rifai en Jordania y la violenta deposición y posterior linchamiento de Muammar al-Gadafi en Libia.

Con el apuntalamiento logístico y militar de Vladimir Putin, al-Assad se convirtió, en 2015, en el único represor del Oriente Próximo en resistir el embate de las oleadas de ciudadanos indignados por los regímenes autoritarios, a contrapelo de sanciones internacionales y las tibiezas de Barack Obama. Pero sus antecedentes de aguante son muy anteriores.

No debe olvidarse que, al fallecer su padre, Bashar enfrentó en el año 2000 el valiente «Manifiesto de los 99», firmado por igual número de intelectuales, poetas y artistas sirios, encabezados por el cineasta Omar Amiralay, que exigían del recién llegado líder muestras fehacientes de espíritu democrático. Tras una pantomima reformista, al-Assad persiguió a los cabecillas de los foros académicos y mandó a varios de ellos a prisión. Sin embargo, la semilla de aquella efímera “Primavera de Damasco” tuvo secuelas muy interesantes en los años siguientes, porque la “intelligentsia” siria no dejó de levantar la voz y se transformó en una reserva moral de la oposición al régimen.

Gracias a sus componentes adictivos, el poder totalitario nubla la conciencia con la misma potencia de las drogas. Quienes caen en sus falsas proyecciones, inclinados a ese abismo por una personalidad débil y propensa, dan tumbos entre la euforia del ejercicio del mando y el terror paranoico a verse despojado de él. Bashar al-Assad padecía todo esto, pero creyó siempre que sus aduladores le decían la verdad en relación al inmenso influjo que tenía sobre las masas. Once días bastaron para despertarlo de ese sueño estúpido.

Yoani Sánchez tiene razón cuando extrapola la situación del recién caído tirano asiático con las dictaduras latinoamericanas, empezando por las de Cuba, Venezuela y Nicaragua. No es solo que los despotismos exhiban, de nuevo, tener sus días contados, sino que el mundo está enviando señales muy interesantes sobre la capacidad de los pueblos para defender su dignidad y sobre la legitimidad de las democracias occidentales para intervenir en determinadas circunstancias extremas.

Con un Marco Rubio que cabe imaginar diciéndole a Donald Trump que el título de “Presidente que puso fin al comunismo en América” bien podría figurar con letras brillantes en su testamento político, ni Díaz-Canel ni Maduro ni los Ortega-Murillo deberían pegar ojo desde el 20 de enero de 2025. Cualquier golpe de brisa fresca alcanzaría para derribarlos de ese poder omnímodo que ahora poseen.

Me permito una digresión sobre esto porque me parece importante.

Nadie quiere estar enfermo. Yo tampoco. Pero, si me dieran a escoger, pediría nunca enfermar de poder. El cáncer que con mayor eficacia corroe las entrañas, el virus que con más ferocidad se contagia a otros, el mal que destruye con los peores instrumentos a sociedades enteras..., es el poder.

Ninguna bacteria o virus, ningún hongo o parásito, ha matado tantas personas en la historia humana como aquellos congéneres nuestros que alguna vez tuvieron (y no supieron utilizar) el poder. Las muertes que produjeron todas las gripes europeas, sumadas a las más catastróficas epidemias registradas hasta hoy —la Peste Negra medieval, la viruela que diezmó a la población indígena de la actual Hispanoamérica y, en las últimas décadas, el VIH/Sida—, toda esta mortandad palidece ante la acumulación de decesos imputable a los enfermos de poder en cada época y lugar.

En un texto de muy justa reputación, el cantautor argentino Facundo Cabral nos recordaba: “La felicidad no es un derecho sino un deber, porque si no eres feliz estás amargando a todo el barrio. Un solo hombre que no tuvo ni el talento ni el valor para vivir, mandó matar a seis millones de hermanos judíos”.

Y así es, en efecto. Los enfermos de poder hacen cargar a otros las consecuencias de su propia incapacidad para vivir y dejar vivir, para amar y dejarse amar. No son felices, porque carecen de algo que es condición indispensable para serlo: el descubrimiento del valor del otro. Atropellan a los demás porque tienen debilitada la confianza en sus propias ideas, en la rectitud de sus juicios y en el peso real de sus acciones. En este sentido, todos estos enfermos son iguales, y, aunque mueran en sus camas, terminan en el mismo lugar: en las páginas más sombrías de los libros de historia.

*Escritor y colaborador de Diario El Mundo