De las ocasiones más bonitas que me ha tocado vivir en esta vida es poder celebrar la vida dando y recibiendo amor de mis amigos, mis parientes, mis hijos y de mi esposa.
Vamos en orden ascendente.

Los verdaderos amigos, los sinceros, los honestos, tan honestos que no se guardan nada que te hacen pasar grandes momentos en los que uno se siente bien. Sabe que lo conocen tal como uno es y aun así lo aceptan... y tan bien se burlan, y es parte de la fiesta, esos amigos valen todo el oro del mundo. Aún en los peores momentos, esos amigos te hacen feliz, te complementan. No hay secretos, tampoco se reservan los consejos, y muchas veces las críticas punzantes. Nos enriquecen y mejoran.

Esas amistades del colegio tan toscas, por burlonas e hirientes, sin tacto, se recompensan por esas vivencias únicas en el colegio o escuela, que se convierten en un cofre de recuerdos a los que recurre uno de vez en cuando. Los vecinos, esos hermanos que tuvieron los que viven en la misma cuadra, colonia o barrio. Con las jugadas interminables de mica chuca, mica envenenada, ladrón librado, escondelero, competencias en bicicleta, patines, patinetas. El primer amor surgió de allí, de una vecina que no entendía de esas cosas, pero uno suspiraba y la amaba a escondidas. La primera novia, con el riesgo de que los papás lo desollaran a uno. Amistades intensas y sólidas que por desgracia se diluyen con el cambio de domicilio, pero que quedan guardadas eternamente en el corazón.

Amistades fugaces en algunas clases extracurriculares de música, dibujo, inglés, catecismo, etc., que también fueron importantes, que se convirtieron en confidentes en esas pocas horas al día o la semana, que también desaparecieron al finalizar o desistir del curso.
Con respecto a la familia, ¡ah, la familia! Cuando yo era un apasionado creyente decía que después de Dios seguía la familia. Cuánta dicha, esa sensación permanente de agradecimiento por cada uno de los miembros de mi familia materna y paterna. Es que el llamado de la sangre es un lazo hermoso que te une, a veces a personas un tanto conflictivas (y hay familias de familias), pero que están allí para la buena plática; sin duda para abundantes consejos a granel, en las enormes fiestas familiares de fin de año, quemando pólvora, comiendo hasta reventar, bailando, riéndose, y los abrazos que unen más.

Esas visitas inesperadas que llenan de alegría. Visitar a los abuelos y sentir que de allí viene uno. A los tíos, esos papás que no nos tuvieron, pero nos aman igual. Los primos, y no se diga el amor a los progenitores, toda esa felicidad en verlos vivos, molestando, regañando, incluso cuando uno ya está viejo. Por último, el amor a los hijos. Cuánto amor desborda del corazón de uno cuando ve a sus vástagos, la más bella y hermosa de las cadenas, el motor del universo, la fuerza de cada día.

Pero de todos los amores, aparte del de mis hijos, prefiero ese amor a mi pareja, a mi esposa, a la que me acompaña desde hace años en este camino que decidimos recorrer juntos. No hay nada que pueda compararse al placer diario de estar con alguien que es tu amiga, tu confidente, tu cómplice. También esa persona que te conoce mejor que nadie (solo en aquellos secretos que se guarda uno para los amigos), y te entiende, te tiene paciencia, y te señala los defectos, esos que más te alejan de las metas, de los objetivos o que dañan tu vida. El amor ese de la pareja que se corona y refrenda cada día con una palabra de amor, los buenos días, un abrazo, un beso furtivo sin razón, a cada rato, cuando nos unimos en un solo cuerpo.

Es tan bonito el amor, que por qué no dedicarle un día en particular en el año para celebrarlo, aunque se goce de él todos los días de la vida.