¡Me ahogo, me ahogo, que no sé nadar! ¡Por dios santo y la madre que te parió! ¡Qué no sé nadar! ¡Ay, dios mío! Eran los gritos desesperados de aquel amigo de mi padre, del cual no recuerdo su nombre. No era uno de sus amigos habituales, con el que yo le solía ver.

Aquel soleado domingo, mi padre y yo nos dirigíamos al lago de Ilopango como solíamos hacer cada semana. A mi padre le encantaba el agua y había comprado una lancha con un motor fuera de borda a uno de sus amigos, el famoso don Arturo, dueño de una fábrica de muebles. Y así, cada domingo nos embarcábamos, ahí en el bello lago de Ilopango. Este lago, de origen volcánico, que bordea los departamentos de San Salvador, La Paz, y Cuscatlán; el segundo lago más grande de El Salvador. En ese lugar, mi padre me introdujo en el esquíacuático, y después de un sinnúmero de sopapos y espectaculares y dolorosas caídas, había dominado finalmente el deporte.

Llegamos al lago y nos encontramos con tres amigos de mi padre, colegas y abogados. Parecía que aquel día no habría sesión de esquí acuático, sino más bien un "picnic" al otro lado del lago. Subimos la hielera, las botellas y las "boquitas" y salimos con la brisa pegándome en la cara. Qué sensación de placer y libertad. El sol, la estela de agua a los lados del barco, las risas de mi padre, todo era perfecto.

Después de dar un recorrido por el lago, anclamos en la orilla opuesta de Corinto y pasamos el día entre chabacanadas y risotadas. A eso de las cuatro y media de la tarde, con el sol suave y rojizo, emprendimos el regreso. Mi padre y sus amigos se encontraban en total alborozo y a mi padre se le ocurrió seguir los bordes del lago y pasar entre las "islas Quemadas", unas pequeñas islas muy exóticas y desérticas.

La vuelta se hizo más larga de lo esperado y, de repente, el motor de la lancha se apagó. Se había quedado sin gasolina y había que desconectar el sifón de uno de los dos tanques que llevábamos y pasarlo al otro. Yo me moví al extremo de la lancha, cerca del motor, para poder acceder al sifón. Por alguna razón, en aquella ocasión, después de hacer tres intentos, el sifón no cedía.

Frustrado, mi padre saltó simultáneamente de su asiento y se dirigió donde me encontraba. La pequeña lancha no pudo con el extremo peso de tres personas y media en la parte de atrás, más el peso del motor y los dos galones de gasolina. En cuestión de segundos, observé con pánico abismal cómo la punta de la lancha se elevaba casi vertical al mismo tiempo que todos nosotros saltábamos de ella.

Cuando resurgí del fondo del lago a flote, la bendita lancha estaba totalmente volteada, "Panza Arriba" como diría el tío Oscar Eudoro. Un amigo de mi padre, pegado como sanguijuela a ella, gritaba desesperadamente: "¡Me ahogo, me ahogo que no puedo nadar!". La escena era surrealista, el sol se escondía y pronto caería la noche. La lancha naufragada, un viejo pegado como ventosa y el gran griterío del resto. El final perfecto para un paseo, con alabanzas hacia Baco y Dionisio, de mi viejo.

Mi padre, con su cara que nunca se me olvidará, los ojos que se le saltaban y su boca de pato que se le acentuaba en dichas ocasiones de total disgusto, debía de estar desolado al ver su querida y mimada lancha con la panza vuelta arriba.

Afortunadamente, el incidente no pasó a más. Unos pescadores que se encontraban en la orilla se acercaron a rescatar al viejo gritón, y yo me fui nadando hacia la orilla. Eran las 10 de la noche cuando finalmente lograron sacar a flote la lancha.

Ya montado en el coche, cansado y con mi padre conduciendo de regreso a nuestra casa, con la oscuridad y el silencio reinando, mi única esperanza y pensamiento con mis 11 años de entonces era: "No ir al colegio al día siguiente".