A principios de los 90, inició el proyecto de reforma a las leyes penales del país, y, para decirlo con exactitud y propiedad, la reforma a todo el sistema de justicia penal, desde la investigación del delito hasta la rehabilitación del imputado y el resarcimiento de la víctima.

Ya había existido un antecedente similar, pero liliputiense y doméstico, muy a lo nuestro, o sea, un tanto informal, con resultados nimios, y aunque conformada por grandes juristas, los políticos no les hicieron caso. Me refiero a la Comisión Revisadora (sic) de la Legislación Salvadoreña.

Lo que pasó con la Comisión es que era producto nacional, en cambio con el Programa de Reforma a la Justicia Penal, que fue impuesto por organismos extranjeros ya que nuestra administración de justicia era arcaica, hecha a la medida de dictaduras militares; a esa sí le hicieron caso y hubo resultados.

Conferencias, charlas, capacitaciones por montones; era una fiesta académica jurídica a nivel nacional, porque no se dejó cabecera departamental sin visitar para socializar todo el paquete. De esa época surgieron grandes juristas salvadoreños de altísima calidad, que llegaron a construir un acervo cultural jurídico penal inmenso, tanto para el ejercicio libre del derecho penal, como en la judicatura. Así, por ejemplo, grandes litigantes a los cuales era un espectáculo verlos desempeñarse en estrados, como por ejemplo Armando Serrano, René Castellón, José David Campos Ventura, Lisandro Quintanilla, por citar unos; y desde el puesto de jueces, igualmente, destacaron muchos, por citar algunos: Carlos Ernesto Sánchez Escobar, Martín Rogel Zepeda, Rosa María Fortín Huezo, Sergio Luis Rivera Márquez, Juan Antonio Durán y tantos más.

Me sentí tan orgulloso de ser abogado, de ser parte de esa época tan interesante que mejoró nuestra justicia, pero desde entonces, nunca más, se volvió a ver una situación así, ni parecida, ni en la calidad y cantidad de expositores, ni en los magnos eventos realizados, ni en el protagonismo de la Corte Suprema de Justicia.

Este máximo tribunal de justicia, que es la cabeza de todo el Órgano Judicial de El Salvador, no solo tiene las obligaciones básicas y rutinarias de administrar y juzgar, sino también de desarrollar mejores sistemas de administración de justicia en todas sus ramas, invitando e incitando al debate constante sobre cada una, por medio de foros, revistas, programas en los medios, etc., de tal forma que eduquen e instruyan a la población sobre nuestras leyes, los tribunales y el pensamiento jurídico nacional, así como también, que surjan nuevas formas de pensamiento jurídico.

Para tales fines deberían organizar convenciones con participación de tratadistas internacionales todos los años. Tanto hay que hablar sobre las Ciencias Jurídicas que no es posible que no se haga.
No obstante, por desgracia, y en esta ocasión con mayor gravedad, a las cortes supremas de justicia llegan algunos enviados de los partidos políticos, porque el sistema así está organizado.

Es una realidad. Los candidatos son propuestos y defendidos por partidos políticos, y ha costado que los diputados respeten la voluntad del gremio expresada en las urnas. Llegan manchados de compromisos, y lo malo es que, una vez que llegan al puesto, se vuelven plantas decorativas en último piso del edificio de la Corte Suprema de Justicia: la inmensa mayoría de magistrados y magistradas viven encuevados en su oficina, no se les escucha nunca, no escriben, no comentan, no salen a los medios para hablar de esa rama del derecho en la cual les toca decidir los casos elevados a su despacho. No a hablar de los casos, que está prohibido, sino a hablar de la jurisprudencia que va surgiendo, de la doctrina legal que se aplica, mucho menos que sean lo adalides de reformar, de nuevas corrientes del pensamiento jurídico, y ya ni pedirles que organicen charlas, conversatorios, conferencias internacionales.

Las cortes supremas de justicia que hemos tenido han dejado una gran deuda con el país, con el gremio, con la judicatura en ese sentido, y ahora que fueron impuestos tantos magistrados por el presidente Nayib Bukele y sus diputados dóciles y obedientes, menos. Les basta con cumplir lo que el sultán espera, o no molestar sus sueños de grandeza, y nada más. Triste, pero es cierto.