Uno de los engaños sobre los que nuestra sociedad ha sido construida es la creencia de que hay asuntos de la vida pública que solo le conciernen a quienes nos gobiernan y que el único momento en que podemos participar en la toma de decisiones es durante el ejercicio de nuestro derecho al voto. Es así que muchas decisiones de la vida en sociedad se realizan sin considerar la voz de la ciudadanía y se alejan de sus necesidades y prioridades. Un ejemplo de ello es cómo se ha construido la política fiscal.

Primero se nos ha hecho creer que las discusiones fiscales son eminentemente técnicas y que por lo tanto les competen únicamente a los representantes de las instituciones financieras internacionales, a los especialistas en la materia, a los funcionarios de hacienda y a los diputados y diputadas, cuando en realidad es algo que debiera ser discutido por toda la ciudadanía, ¿por qué? Porque si bien hay un componente técnico, con complejidades inherentes, la política fiscal es una de las herramientas más importantes con las que la administración pública cuenta para poder promover el crecimiento económico, la generación de empleo y la redistribución del ingreso, pero sobre todo para cumplir con el mandato de promover el bienestar de las personas y garantizar sus derechos.

La política fiscal define los recursos con los que contará el Estado, la forma en la que dichos recursos serán recaudados, cómo serán utilizados y los mecanismos que la administración pública tendrá para rendir cuentas frente a la ciudadanía. En términos aún más concretos en ella se decide qué sectores de la población van a pagar impuestos y cuáles no, también se decide si los recursos con los que cuenta el gobierno se van a utilizar para comprar bitcoines, construir cárceles o se destinarán a construir hospitales y escuelas.

La ausencia de la voz de la ciudadanía en las discusiones fiscales ha provocado que lo que tengamos sea un sistema fiscal que privilegia los intereses particulares por sobre los intereses colectivos; en el que las personas más pobres pagan, proporcionalmente a sus ingresos, más impuestos que las personas ricas; en el que el pago de la deuda pública absorbe cada vez más recursos y las inversiones en salud, educación y medio ambiente se convierten en las variables para ajustar el presupuesto; y, en el que la corrupción se condena en los discursos y campañas electorales, pero es normalizada y blindada por funcionarios alérgicos a la probidad, ética, transparencia y rendición de cuentas.

Nuestro país se merece una política fiscal diferente, una que recaude con base en los principios de suficiencia, progresividad y justicia fiscal, que cuente con un gasto público que tenga un mayor impacto en la construcción de la igualdad, el crecimiento económico y la protección ambiental; que sea planificado, ejecutado y evaluado con base en el cumplimiento de metas de desarrollo. También que reivindique la deuda pública sea utilizada como instrumento de desarrollo. Una política fiscal que construya su legitimidad a partir de la garantía de probidad, transparencia y rendición de cuentas de los funcionarios e instituciones públicas. Pero transformar la política fiscal no es posible si no cuenta con mecanismos efectivos para que la ciudadanía tenga acceso a información fiscal y a espacios de discusión y toma de decisiones.

Esa necesidad de transformación fiscal se vuelve aún más relevante en un contexto en el que los problemas fiscales se siguen profundizando y en el que cada día se encienden nuevas alertas. Más temprano que tarde el gobierno se verá forzado a tomar decisiones de carácter fiscal, decisiones en las que ojalá primen los intereses colectivos, se realicen de manera transparente y a partir de espacios que permitan la participación de la sociedad salvadoreña. A lo mejor este contexto de crisis en las finanzas pública sea un momento de oportunidad para un cambio radical de los principios que rigen la política fiscal y esta se convierta en el reflejo de un contrato entre todos los sectores sociales, un contrato que colectivamente defina el tipo de sociedad en el que queremos vivir, los recursos que necesitamos para su construcción y, principalmente, para definir cómo se obtendrán dichos recursos.