Hablar de Derecho Penal en El Salvador siempre ha sido un ejercicio de precisión y equilibrio, casi como intentar sostener en una mano el Derecho y Razón de Ferrajoli y en la otra una taza de café sin derramarla, mientras el clima político presiona desde todos los costados. Aun así, vale la pena hacerlo, porque la justicia penal no es un lujo académico: es el corazón mismo del Estado de derecho. El Salvador ha apostado por un modelo de seguridad firme, con resultados visibles. Sin embargo, conviene recordar —con la calma de los juristas y la ironía de los realistas— que el Derecho Penal es el instrumento más delicado del poder estatal.

Como decía Luigi Ferrajoli, “donde comienza el poder punitivo, deben redoblarse las garantías”. Y esto no por capricho intelectual, sino porque la libertad humana no admite errores de cálculo. El Derecho Penal salvadoreño, aunque sólido en su estructura normativa, enfrenta el eterno desafío de evitar convertirse en una herramienta de simple eficacia. La presunción de inocencia, el debido proceso y la proporcionalidad no son obstáculos administrativos: son, en palabras de Ferrajoli, “las condiciones mínimas para evitar que la justicia se transforme en fuerza sin derecho”. Y cuando la justicia se ejerce sin estas restricciones, no es justicia, es otra cosa.

En esta ecuación, la independencia judicial juega un papel esencial. No es un adorno institucional, ni un capricho de los magistrados. Es, como diría Francesco Carnelutti, “la posibilidad real de que el juez no tema, ni espere, ni dependa”. Porque un juez que teme no decide; un juez que espera favores no juzga; y un juez que depende deja de ser juez para convertirse en funcionario administrativo del poder punitivo. La presión social por seguridad es legítima. Los salvadoreños desean vivir sin miedo; y es justo que así sea. Pero la historia comparada ha demostrado, una y otra vez, que cuando la seguridad se coloca por encima de las garantías, a largo plazo se pierde ambas.

El juez penal salvadoreño, entonces, se encuentra en una posición compleja: sostener el equilibrio entre la demanda social de firmeza y la exigencia constitucional de respetar derechos fundamentales. Y, para ser sinceros, no es un trabajo para cardiacos. Aquí conviene recordar la advertencia clásica de Eugenio Raúl Zaffaroni: “el poder punitivo tiende siempre a expandirse, y por ello el papel del juez es ponerle límites en nombre de la Constitución”. No limitar el poder punitivo —advierte Zaffaroni— no fortalece al Estado, sólo debilita al ciudadano ante él. Una advertencia que, por cierto, no pierde vigencia, aunque a veces se intente guardar bajo la alfombra del optimismo institucional.

En nuestro país, la independencia judicial enfrenta desafíos estructurales: cargas laborales inmensas, exigencias institucionales que rozan lo heroico y un entorno social que, en ocasiones, espera que el juez sea simultáneamente un fiscal eficiente, un técnico procesal impecable y un superhéroe constitucional. Difícil tarea. Uno casi pensaría que en la Escuela de Capacitación Judicial deberían impartir un curso llamado “Acrobacias jurídicas y resistencia a presiones externas”. Pero, más allá de la ironía, la realidad es incontestable: sin jueces independientes, el Derecho Penal se convierte en una maquinaria sin control.

No es una exageración académica; es una constatación histórica. Ferrajoli recuerda que “los modelos de poder absoluto han surgido siempre donde el juez dejó de ser un tercero imparcial”. Y si algo enseña la historia jurídica universal es que cuando la justicia deja de ser un contrapeso, termina siendo un instrumento. El fortalecimiento institucional no puede esperar. La carrera judicial debe profesionalizarse con méritos verificables y no con simpatías coyunturales. La estabilidad judicial debe respetarse, porque, como decía Carnelutti, “el juez necesita la serenidad que sólo da la libertad”.

Sin estabilidad no hay serenidad; sin serenidad no hay imparcialidad; y sin imparcialidad el Derecho Penal se convierte en simple administración de castigos. Asimismo, la formación continua es indispensable. No hablamos de simples talleres, sino de una profesionalización profunda en criminología, prueba, derechos humanos, análisis técnico y razonamiento jurídico avanzado. El poder punitivo moderno es cada vez más complejo, y un juez sin actualización constante corre el riesgo de convertirse en un operador mecánico, incapaz de cumplir la función contra-mayoritaria que el sistema constitucional le asigna.

El Salvador necesita una justicia penal firme, pero también profundamente humana. Zaffaroni recordaba que “el derecho penal debe ser la mínima intervención necesaria, no la máxima expresión de fuerza estatal”. Esa visión, lejos de debilitar al Estado, lo ennoblece, porque coloca la dignidad humana en el centro de sus decisiones. Por ello, la independencia judicial no puede ser vista como un antagonista de la seguridad, sino como su complemento indispensable. La seguridad sin independencia judicial puede volverse excesivamente fuerte; la independencia judicial sin eficacia puede volverse excesivamente débil. La democracia requiere ambas dimensiones, equilibradas y coordinadas.

Al final de todo este recorrido académico—y un poco sarcástico, pero siempre respetuoso—queda una verdad inescapable: la fuerza del derecho es la única capaz de contener al derecho de la fuerza. Esa es la gran lucha de toda democracia moderna. Porque la verdadera seguridad no se logra solamente encarcelando delincuentes; se logra cuando cada decisión estatal, sea dura o suave, respeta el marco constitucional. Entonces, y sólo entonces, la justicia deja de ser un acto de poder y se convierte en un acto de civilización. Y ese es, precisamente, el desafío salvadoreño: construir una justicia penal independiente, profesional y fuerte.

Una justicia que no tiemble, no espere y no dependa —como soñaba Carnelutti—; una justicia que limite al poder punitivo —. Una justicia que recuerde siempre que el verdadero poder del Estado no está en su fuerza, sino en su capacidad de respetar la dignidad del ser humano. El Salvador tiene una oportunidad histórica: demostrar que seguridad y garantías no son enemigas, sino aliadas; que un Estado fuerte es aquel que se atreve a limitarse a sí mismo; y que la verdadera grandeza institucional no está en la contundencia del castigo, sino en la elegancia del debido proceso.

La justicia penal que la nación necesita no es sólo eficiente, sino también prudente; no es sólo firme, sino también humana; no es sólo rápida, sino también independiente. Porque al final, la democracia no se fortalece únicamente con cárceles más llenas o índices delictivos más bajos, sino con jueces capaces de decir “no” cuando corresponde, “sí” cuando la ley lo exige y “esperemos” cuando la sabiduría constitucional lo aconseja. Una justicia así no teme a la opinión pública, no negocia sus principios y no se doblega ante urgencias circunstanciales. Si El Salvador desea consolidarse como un Estado democrático sólido, deberá proteger a quienes protegen el derecho: sus jueces.

Y cuando eso ocurra —cuando la independencia judicial sea tan incuestionable como la necesidad misma de seguridad— entonces habremos entendido que la fuerza de un país no se mide sólo por quién puede castigar, sino por quién se atreve a garantizar. Esa es, en definitiva, la fuerza del derecho: un poder que no aplasta, sino que orienta; que no teme, sino que razona; que no domina, sino que limita; y que, cuando se ejerce en libertad, convierte a la justicia en la más alta forma de civilización.