Pasaron ya 35 años desde que comandos especiales del Batallón Atlacatl ingresaron, por segunda vez en menos de tres días, al campus de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas: la UCA, propiedad de la Compañía de Jesús. La primera vez lo hicieron iniciando la noche del 13 de noviembre de 1989 para realizar un “cateo”, pretextando que la guerrilla había penetrado dentro de esta. En realidad, ese operativo era un reconocimiento del sitio adonde asesinarían a su rector ‒Ignacio Ellacuría‒ sin dejar testigos: la residencia de los jesuitas ubicada dentro de la misma, según se desprende del relato del jefe de la tropa. Ellacuría era considerado por los chafarotes, falsamente, uno de los principales ideólogos de las fuerzas rebeldes; fueron sus compañeros de martirio cinco curas más, Julia Elba Ramos y su hija Celina, de dieciséis años de edad.
La masacre fue ordenada por el entonces jefe del Estado Mayor Conjunto de la Fuerza Armada de El Salvador, coronel René Emilio Ponce, junto a otros altos oficiales castrenses entre los cuales estaba el ministro de Defensa y Seguridad Pública, general Rafael Humberto Larios. Ponce y el coronel Francisco Elena Fuentes ya fallecieron; el coronel Inocente Orlando Montano guarda prisión en España, tras haber sido sentenciado por un sistema de justicia respetuoso de sus garantías judiciales y del debido proceso.
Acerca de la responsabilidad en la autoría de esta atrocidad, se conocieron versiones que –con el paso del tiempo– terminaron siendo puras patrañas. La primera comenzó a cocinarse dentro de la UCA inmediatamente después de realizada, fingiendo un enfrentamiento entre tropas gubernamental y del insurrecto Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN); eso era planificado, no así el cartel que escribió un subteniente y colgó en una puerta perimetral de la universidad dejando “constancia” de cómo la insurgencia “ajusticiaba” a quienes “traicionaban” su causa.
Luego –integrando una misión gubernamental que en enero de 1990 viajó a España, Estados Unidos y el Vaticano– monseñor Romeo Tovar Astorga, presidente de la Conferencia Episcopal de El Salvador, anduvo difundiendo la “historia oficial” inicial. Al ignorar quiénes eran los artífices intelectuales, aseguró, “hay que recurrir al sentido común. ¿A quién ha dañado el asesinato de los jesuitas? ¿Al FMLN o al Gobierno? Está claro que dañó al Gobierno”, que junto a los militares era acusado fuera del país. “Pero en El Salvador ‒continuó el obispo‒ nos preguntamos: si este hecho solo ha provocado daños al Gobierno y provecho al FMLN, ¿quién pudo ser el autor? [...] En la URSS, Cuba y Nicaragua [...] siempre ha habido purgas en los partidos comunistas. Cuando una persona deja de ser útil a la ideología marxista, es aniquilada”. ¡Chulada!
Por esos días, el presidente Alfredo Cristiani anunció la creación de una “comisión de honor” integrada por civiles y militares para investigar y ubicar a los asesinos; esta entregó nueve nombres de los presuntos responsables incluidos en una lista encabezada por el coronel Guillermo Alfredo Benavides, quien junto con el teniente Yushi Mendoza Vallecillos fueron los únicos condenados. A los autores materiales de menor rango, confesos extrajudicialmente, los liberaron y se cerró el caso sin mirar más arriba en la escala jerárquica de la institución armada.
Por si acaso, el 20 de marzo de 1993 decretaron una amnistía general, incondicional, amplia y absoluta que protegió mientras duró a los autores imprescindibles de tanta barbarie ocurrida; entre estos, a los que ordenaron matar a Ellacuría sin dejar testigos. 23 años después de aprobada, desbaratamos esa cochinada que cobijó a los responsables de crímenes contra la humanidad. Por eso, con Rodolfo Delgado a la cabeza, la Fiscalía General de la República pudo solicitar la reapertura judicial del caso. Pese a que en algún momento el jesuita José María Tojeira ‒siendo director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA (IDHUCA)‒ manifestó que todo indicaba que a Cristiani no le informaron “que iban a matar a los jesuitas” y anunció que pedirían su sobreseimiento, ¿es este ahora el primer acusado por asesinato según la actual “historia oficial”?
Cuando yo estaba al frente del IDHUCA, acá denunciamos a Ponce y compañía en abril del 2000 como autores intelectuales de la masacre; a Cristiani, entonces y casi nueve años en la Audiencia Nacional de España, lo señalamos por encubrimiento y le endosamos el delito de comisión por omisión. ¿Habrá intereses oscuros para que hoy lo acusen de haber sido quien bajó el pulgar? No vayan a salir diciendo que él la ordenó. “¡Carroña!”, les gritó en la cara Ignacio Martín-Baró a sus asesinos materiales. ¿Continuará siendo eso la “historia oficial”, con alguna perversa intención?