Un marero no nace, se hace, por lo tanto, las raíces de su comportamiento hay que encontrarlas allí mismo, en todos esos factores que “lo hicieron” un pandillero cruel, despiadado, semejante a la peor de las bestias.

Las conclusiones de tantas investigaciones científicas al respecto son complicadas, por lo que es natural que la gente sencilla las rechace, ya que es más fácil (y no sin fundamento) odiar y condenar a sufrir lo peor a esos jóvenes descarriados, que desentrañar cada una de las causas que los llevaron a esa vida.

La ciencia habla muy claro: son hijos de madres
solteras, con vicios, sin trabajo; hijos de padres alcohólicos o drogadictos; abusadores o ausentes. Viven en situación de marginalidad, condiciones paupérrimas en la vivienda, sin servicios básicos; posibilidades de estudio nulas, inexistente acceso a organizaciones para el desarrollo de la infancia y la adolescencia; sin oportunidades en ningún sentido; violencia, abandono y, por último, la pandilla que los acoge, los protege, los hace uno de los suyos, les da sentido de pertenencia y les proporciona, por primera vez, objetivos a sus vidas. También están los casos de coacción para ingresar al grupo criminal sin opción a negarse.

Y por supuesto, sin duda, no podemos ocultar que hay jóvenes a los que la vida delincuencial los atrae sea por admiración, por inducción de algún pariente o amigo, por la seducción de lo que ven en la televisión, el cine, el celular. Todo eso puesto en el escritorio de un grupo multidisciplinario resulta en la comprensión exacta del fenómeno de las pandillas y en estrategias para combatir, desde la raíz, todos los factores que “hacen” a un marero. Pero ese esfuerzo de entender y comprender es muy difícil para la mayoría, por eso apoyan la estrategia del garrote.

A este punto debo de confesarles que yo soy uno de esos. Me gusta mucho lo que ha hecho el presidente Nayib Bukele. Ha sido tanta la maldad, la bestialidad de los mareros con la población inocente que siento, sin razonarlo (emotividad pura), que está bien merecido el sistema de terror que el régimen ha implementado contra ellos. Para todo el dolor, zozobra, angustia que han causado a tanta gente, es hasta muy poco lo que les está pasando.

Lo anterior no quita ni un gramo al hecho de que hay que comprender esta situación social en la que estamos todos involucrados indefectiblemente. Todos hemos sido actores de esta macabra obra de teatro. Votamos por políticos incompetentes que incluso llegaron al punto de negociar con las maras. No pujamos porque se crearan organizaciones que previnieran el fenómeno, ni hemos aportado ni un cinco a instituciones que rehabilitan a esos sociópatas. Vimos cómo la miseria y pobreza crecían en las zonas marginales y no hicimos nada. Ya después solo quedamos como espectadores viendo como caían Apopa, Soyapango, Ilopango, San Miguel, Sonsonate, Lourdes, Quezaltepeque, etc.

Hablo de todo esto porque esta semana terminé de leer el libro “Diamantes entre el lodo”, del pastor evangélico de origen español, residente en Tegucigalpa, Mario Fumero, quien administra el “Proyecto victoria” desde hace años, donde rehabilita a pandilleros.

El título se refiere a que todos esos muchachos, en su inmensa mayoría varones, son diamantes que cayeron en el lodo, y concluye que si la sociedad se organizara los sacaría del fango y les haría recobrar todo su hermoso brillo.

Ese libro es escalofriante, como todos los que abordan la delincuencia en nuestros países, pues trae a los ojos de uno la espantosa realidad que muchas veces no alcanzamos a ver: el vía crucis que transita un niño hasta llegar a la adolescencia y convertirse en delincuente.

Es desgarrador leer en cada página el esfuerzo que se hace en el “Proyecto victoria” para rehabilitar a esas pequeñas criaturas, de las cuales muchos no llegan ni a los 18 años, pero ya han cometido todo tipo de delitos. Sus mentes ya están destruidas. Muchos de ellos no logran resocializarse.

Relata historias de mareros en las que cuenta cómo, en cada caso, se fue construyendo, poco a poco, un criminal despiadado.

El espacio es corto, pero mi conclusión es la siguiente: de nada sirve el combate actual a las pandillas si no se modifican cada uno de esos factores que “hacen” a un marero. Si seguimos igual, entonces el estado de excepción y los arrestos arbitrarios, selectivos; la persecución y el terror serán eternos en El Salvador.