Esta “es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. Su goce al “máximo” nivel posible es un derecho fundamental de los seres humanos “sin distinción de raza, religión, ideología política o condición económica y social”. “La salud de todos los pueblos” -se afirma- debe ser “una condición fundamental para lograr la paz y la seguridad, y depende de la más amplia cooperación de las personas y de los Estados”. Estos postulados aparecen al inicio de la Constitución de la Organización Mundial de la Salud (OMS), firmada el 22 de julio de 1946 en Nueva York durante la realización de la Conferencia Sanitaria Internacional. Dos años después, en la Declaración Universal de Derechos Humanos se incluyó como parte del derecho a un nivel de vida adecuado y en 1966 apareció también en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.

Por donde se vea, desde hace más de 75 años esta es una condición universalmente reconocida para disfrutar una existencia en dignidad; sin embargo, históricamente ha sido irrespetada en perjuicio de la mayor parte de la humanidad. Sobre lo último, hay excepciones; pero nuestro país no se encuentra ubicado entre estas, pese a que el artículo 65 de su ley fundamental declare que la salud “constituye un bien público”.

Al menos en el discurso, pues, su realización no admite discriminaciones y desigualdades; asimismo, exige rendición de cuentas por parte del Estado y participación real de la población. Los servicios prestados en este ámbito deben estar a entera disposición de las personas y las comunidades; eso se traduce en instalaciones adecuadas, medicamentos suficientes y atención calificada, entre otros asuntos. La infraestructura tiene que ser accesible; eso demanda un diseño inclusivo y geográficamente adecuado. Lo económico influye mucho en la materialización de este derecho. Debe sumarse su aceptabilidad, referida al nivel de satisfacción del público usuario en cuanto a la atención brindada por los sistemas de salud. Finalmente, está la calidad de los mencionados servicios por ser seguros, eficaces, centrados en la persona, oportunos, equitativos, integrados y eficientes. Lo anterior se sustenta en documentación de la aludida OMS. Por no dar el ancho en el cumplimiento de esos requisitos básicos para considerarlo un sistema garante de la vigencia cierta del derecho a la salud, principalmente la de sus mayorías populares, el salvadoreño no pasa el examen y se ubica entre el montón de aquellos países en los cuales eso sigue siendo una utopía. Y ello responde a algo básico e innegable: la “mala salud” nacional en lo económico, social y político. Veamos.

El Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales informó, en abril del 2023, que la pobreza extrema en El Salvador pasó de 4.5 % de la población en el 2019 al 7.8 durante el 2021. Desde el 2015, acá la medición oficial de la pobreza se desprende del análisis de cinco dimensiones. Salud, servicios básicos y seguridad alimentaria es una, pero además se contemplan las siguientes: trabajo y seguridad social, educación, condiciones de vivienda y calidad del hábitat o entorno. Con base en la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples del 2022 elaborada por la Oficina Nacional de Estadísticas y Censos, dependencia del Banco Central de Reserva, la Fundación para el Desarrollo de Centroamérica (FUDECEN) concluyó que el 26 % de los techos salvadoreños cobijaban entonces a familias sumidas en pobreza multidimensional. Eso significa más de medio millón de hogares, dentro de los cuales habitaban casi dos millones de personas. En tal escenario había un par de indicadores generando mayor inquietud, por sus perjudiciales consecuencias: el subempleo y la inestabilidad laboral que, durante ese año, deterioraron la “calidad” de vida del 64.5 % de esas familias. Agréguese que el 68.3 % de estas no contó con un sistema de seguridad social. Imagínense la situación ahora, tras los desalojos del ambulantaje en las ciudades sin ofrecer alternativas para subsistir; súmenle la cantidad de personas que, durante los primeros cuatro años del actual Gobierno, ingresaron a las filas de la población cesante: más de veinte mil, según el llamado Movimiento de Trabajadores Despedidos.

De la “salud” política qué nos queda por decir tras cuatro años de una grave convalecencia generada por el autoritarismo que, desde el Órgano Ejecutivo, se volvió metástasis en una institucionalidad que no estaba tan sanita. Y se viene un ataque al corazón de una democracia que se diagnosticaba incipiente y débil, para pasar a un comatoso estado dictatorial del que ‒quién sabe cómo‒ algún día se saldrá. Pero de algo estoy seguro: se requerirán electrochoques populares, medicinas eficaces y productivas, cuidados intensivos y extremos. Todo ello, para su progresiva recuperación. Habrá, además, que desechar las recetas de “los mismos de siempre” pasados y presentes. Ese tratamiento será imperioso, porque las secuelas de tan graves enfermedades se anuncian tremendamente perniciosas para nuestro país. Si no, El Salvador no se salvará.